Ha muerto el pintor Álvaro Delgado, maestro indiscutible de toda una generación y escuela. Acaparador de distinciones merecidas, de galardones, miembro de todas las academias posibles del arte. Recreador de aquellos retratos que hicieron célebres a Goya y a Velázquez. Cuesta trabajo imaginarle inerte; en la palabra porque él mismo era toda una tertulia, extravertido y locuaz, sabio en sus criterios, dialogante y divertido. Ha muerto en Madrid y a estas horas imagino piando desconsoladas, y de luto, a las gaviotas de Luarca revoloteando el acantilado del pequeño e inverosímil cementerio del pueblo. Imposibles sus manos inertes que eran puro gesto pintando, trazo justo, ajustado. Sus retratos siempre son una sorpresa. Querida Asturias en amor compartido; viejos azulados horizontes de sus mares, y barcas en sus cuadros horizontales; óleos de marea alta y baja, de tierra adentro negra, como la arcilla de aquellos lugares. Y por otra parte La Olmeda, donde pintaba retratos, sí retratos, de cabras, y de vecinos anónimos que se distinguían por sus huellas en la cara de los tiempos de sol y brega.

En Murcia, Álvaro Delgado tuvo buenos amigos: el pintor Molina Sánchez y su mujer, Amparo; el crítico de arte Antonio Martínez Cerezo, al que sentó un día frente a su caballete y retrató con total acierto „para su suerte„ adivinándole esa sabiduría de estudioso que guarda el murciano; por otra parte autor de libros de la Escuela de Madrid de la que el maestro era figura indiscutible, desde sus principios mirando el magisterio de Benjamín Palencia y aquellos recuerdos de la Escuela de El Paular, donde se pintaba al aire libre y el impresionismo tenía su continuación en nuestro país. De Murcia también fui yo amigo, que le traje a exponer y participé de sus tertulias del Gijón de la mano del inolvidable Andrés Conejo, siendo yo casi un niño. En Murcia también tuvo un buen cliente en Demetrio Ortuño, que le adquirió conmigo la María de Médicis y algún bodegón de corte picassiano que enriquecen la colección del arquitecto. Debiera conservar, si el azar me lo hubiera permitido, la increíble cabeza al aguafuerte que hizo de don Pablo, aunque ahí están las réplicas al Greco de su Entierro del Conde Orgaz. Durante la Transición, Agustín Rodríguez Sahagún, editor, galerista y coleccionista, le tuvo en contrato en exclusiva; el maestro Delgado Ramos, recuerdo bien, realizó retratos soberbios de los políticos de la UCD; memorables, sueltos, accesibles, de un parecido asombroso. También célebre su versión del Emperador de Etiopía y otros líderes mundiales. Pintaba fácil, resolvía con excepcional soltura. Fue un grande de la pintura española del siglo XX. Ya es historia de ella, del arte moderno.