Son las diez de la mañana. El día está en calma, pero, de repente, los helicópteros comienzan a sobrevolar la zona en guerra. En el horizonte se puede observar cómo caen las bombas, cómo se expande la bola de fuego y cómo la metralla atraviesa los cuerpos de los hombres caídos en el frente. El militar, joven, demasiado joven, sujeta un arma grande y poderosa con la que espera desmembrar cuerpos, volar cabezas y robar la vida a gentes de una cultura que desconoce completamente. El soldado sonríe orgulloso cada vez que acierta un tiro y acaba con la vida de alguien, sea civil o militar, en la zona bélica. No sabe por qué está allí, si ha acudido al frente para defender el honor de un país, si su objetivo es ensanchar las fronteras de una nación de banderas ondeantes o si se trata de defender las suyas propias contra un atacante agresivo. Tampoco le importa. Él mata. Dispara sin hacer ningún tipo de preguntas. Tras ello sonríe, y disfruta, y grita lleno de júbilo. Es 6 de enero. Día de Reyes. El regalo para el niño ha sido un nuevo videojuego de guerra.