El prodigioso empate a 1.515 votos de la última asamblea de las CUP, con el fin de mantener a Artur Mas en posición de gusano hasta el último minuto, ha sido uno de los espectáculos más gozosos de los últimos siglos. Las CUP, Candidaturas de Unidad Popular (hay que ver la cantidad de unidades populares que da España, todas peleadas), eran hasta ayer la mugre de Cataluña para la burguesía convergente, para las gentes de la pérgola y el tenis, que escribió el gran Gil de Biedma, y que ahora habría que sustituir por la gente de la recalificación y el maletín camino de Andorra.

Las CUP eran los pijoapartes de Marsé, pero los más pijoapartes, porque no sólo venían mayoritariamente de la marginación charnega (con algún progre, que siempre adorna), de los submundos periféricos de esas Barcelonas, de los Carmelos hundidos por el latrocinio organizado del 3% que ahorraba en hormigón, sino que hacían gala de esa condición marginal. Seguir llamándose Antonio, y no Antoni, o escribir Fernández y no Fernàndez (el acento es la señal de la conversión a la catalanidad), eran signos de una posición, en principio, ajena al sistema.

Eso sí, como el Pijoaparte, al final lo que querían, y ahora queda claro, era casarse con Teresa y tocar poder, ser alguien en ese mundo que los confinó por su apellido o su acento, como harán ahora con Convergència. Y se hicieron separatistas, bajo la especie de que eran separatistas pero no nacionalistas, y sólo perseguían la independencia como instrumento revolucionario. Así que eran marxistas internacionalistas, hijos de españoles, pero sólo por las tardes. Por las mañanas, perseguían el sueño de todo arribista en Cataluña: emparentar con el dinero, la clase, los apellidos con ´t´ al final, los palcos del Liceo.

Pero antes los van a arrastrar. La novela podría titularse, en efecto, Últimas tardes con Artur Mas, Últimas tardes con Rahola o Últimas tardes con Enric Juliana, los grandes pensadores del independentismo más o menos fané y descangallado tras su paso por las asambleas CUP. Los pijoapartes, los ´mursianus´, han estado cien años bajando desde el Carmelo o subiendo desde las orillas del Llobregat, en sus Riejus y sus Bultacos, para servir a los señores del Eixample burgués o de las torres de la zona alta.

Han visto cómo sus apellidos españoles eran la marca que los dejaría siempre fuera, siempre ´de fora´, no para todos los catalanes, pero sí para esa burguesía que aún arruga la nariz cuando huele a charnego. Antes se iban al PSOE, hasta que el PSOE se hizo burguesía nacionalista de la peor. Entonces se fueron a las CUP o se dejaron engañar por la Colau, tan independentista como el que más. Hoy humillan a esa burguesía que los desprecia, a esa clase xenófoba que sabe que sus negocios, el entramado de siglos, la red de saqueo organizada en torno a los gobiernos nacionalistas, corre el riesgo de perderse si hay nuevas elecciones y ganan los españoles. Y eso sí que sería revolucionario. Qué pena que la venganza charnega no vaya a ser definitiva, y que al final pueda quedarse en simulacro y trepa.