Proclama el artículo 24.2 de la Constitución Española que todas las personas tienen derecho a la presunción de inocencia. Pero como ocurre con tantos otros postulados constitucionales, una cosa es lo que diga el precepto y otra bien distinta es lo que ocurre en la calle. España es lamentablemente un país lleno de prejuicios, o sea, que prejuzga con enorme ligereza lo que las leyes y la moral obligan a considerar con mucha cautela y con una gran dosis de caridad, entendida ésta última como un ejercicio de amor y de respeto al prójimo. En estas fechas en que se nos llena la boca de buenas palabras y de mejores deseos para todos, no deja de sorprenderme que sigamos condenando al inocente con absoluta frialdad, cuando no con auténtico encono.

Y es que también en Navidad celebramos el recuerdo de aquella matanza de inocentes ordenada por Herodes con la única finalidad de eliminar a un supuesto competidor al trono de Israel que, según le habían dicho, acabada de nacer en tierras de Judea. Para ello, no tuvo empacho alguno en pasar a cuchillo a todos los niños judíos cuya única culpa era la de haber nacido en las mismas fechas en que lo hizo Jesús en su modesto pesebre. Herodes no ha pasado a la historia como el buen rey que pudo ser, sino como el hombre cobarde y sin entrañas que derramó la sangre inocente de los recién nacidos por miedo al hijo de un carpintero. En el Belén de Salzillo, que hace muchos años se instalaba en la Plaza de la Cruz, había un pequeño grupo compuesto por un par de figuras que en mi mente de niño provocaba una especial desazón y que aún hoy me la produce: se trata de ese soldado de la guardia de Herodes que, brazo en alto, sujeta por una pierna a un niño recién nacido, mientras se dispone a darle el tajo mortal con la espada. Arrodillada frente a él, la madre del niño tiende suplicante sus manos al soldado. Siempre supe que sus ruegos no tuvieron efecto.

¿Se han preguntado alguna vez a cuántas personas inocentes condenamos al día sin haber considerado siquiera una palabra en su descargo? No me refiero ya al linchamiento que sufren todos aquellos, inocentes mientras no se demuestre lo contrario, que se ven atrapados (¿imputados?, ¿investigados?, ¿implicados?, ¿qué más da el término que se emplee?) en las ruedas de la justicia o en el escándalo mediático, que también me refiero a ellos, sino a muchos otros a quienes excluimos de nuestro mundo perfecto y equilibrado porque nos estorban o porque no encajan el él: a quienes se nos acercan a pedir una ayuda y que condenamos de forma inmediata como reos del peor de los delitos sociales, la pobreza y la marginalidad; a quienes por sus trazas, su tez oscura y sus barbas identificamos al instante como pertenecientes a la Yihad más peligrosa, sin detenernos a pensar que no lo son en modo alguno; a quienes, porque son jóvenes y alborotan, que es lo que han hecho todos los jóvenes de todas las especies animales desde que el mundo es mundo, condenamos con mirada desaprobadora al silencio y a la quietud de la vejez prematura; a los propios ancianos, que con su lentitud entorpecen nuestro camino vertiginoso y ocupado, a quienes sentenciamos sin apelación posible a la mesa camilla y al rincón más alejado; al más afortunado que nosotros, de quien alimentamos gratuitamente el rumor del origen dudoso de su fortuna; al vecino, porque no tenemos otra cosa mejor que hacer.

Ahora que acaba el año, ¿se han parado ustedes a pensar a cuántos inocentes hemos acuchillado, cuántas famas hemos manchado de manera injusta e irreparable, cuánto sufrimiento innecesario hemos derramado a nuestro alrededor a causa de nuestros prejuicios?

La sangre que derramó Herodes es la sangre que seguimos derramando cada día, tanto más inocente cuanto más innecesario es derramarla. La desconcertante realidad, viejo Herodes, de cuya constatación aún no te habrás repuesto, es que Jesús no había venido al mundo a ocupar tu trono, sino el suyo, el que le estaba destinado desde el principio de los tiempos, el trono de un Reino que no era de este mundo ¡Y para eso cargaste con la sangre inocente por toda la eternidad!

Pobre Herodes.