A mitad del siglo I a.C., tres personajes llamados a escribir la Historia de Roma con mayúsculas acordaron un pacto secreto, el Triunvirato: Pompeyo, Craso y César. Pretendían derribar a la oligarquía conservadora restaurada en el poder por Sila. Los romanos tenían una democracia que sorprendería a muchos contemporáneos, entre otras cosas por lo mal que conocemos el mundo antiguo, merced a una retahíla de ministros de Educación en la que no me explayo. Los representantes de las trece colonias que se independizaron de Inglaterra sí la conocían bien y empezaron por llamar Senado a su asamblea más prestigiosa. Ni a los romanos ni a los norteamericanos se les hubiera ocurrido decir lo de que debe gobernar la lista más votada. Con los votos clientelares de Pompeyo y de Craso, César pudo alcanzar su consulado y cambiar la Historia de la urbe y del orbe.

Porque las comparaciones son odiosas, callo; pero aquellos tiempos no están tan lejos de éstos. Que hable por mí mi admirado Theodor Mommsen, jurista e historiador, Premio Nobel de Literatura sin hacer obra de ficción „como la actual ganadora, Svetlana Alexievich„: «El porvenir iba por fin a depender de los hombres que debían estar al frente de los... partidos, pero desgraciadamente faltaban hombres y jefes... Toda la política de entonces obedecía a la influencia deplorable de las camarillas. La heteria decide la elección, ordena la acusación, guía la defensa, gana al abogado de nombradía, y en caso de necesidad negocia con el empresario que trafica en gran escala los votos de los jueces». Lo escribió a mediados del XIX, ¡quién lo diría! Veamos ahora qué tenemos en nuestro porvenir:

Un partido en el Gobierno que se enrocaba en una queja anticipada previendo conspiración para derrocarle „y no es Maduro„. La incomparecencia del presidente fue suplida por una paladín harto sobrada que se agiganta como la Alicia de Carroll, pero sin necesidad de pastelillo. Santamaría sigue al Conejo Blanco „un imposible„, sin darse cuenta de que es ella la protagonista del viaje al otro lado del espejo, pues el Gato de Cheshire está entretenido en sus artes de la invisibilidad y ensimismado en sus paradojas. Lo que el minino de Rajoy no entiendía es que una coalición postelectoral sumaría más escaños y más votos y daría mayoría a un nuevo Gobierno tan democrático como el suyo. En nuestro régimen participativo, ningún diputado tiene por qué rendir cuentas de sus actos posteriores a la elección. Pero sigamos con la descripción del oscuro triunvirato:

Pompeyo el Magno era un joven general que vino a Hispania, derrotó a Sertorio y, de paso, fundó Pompaelo (la ciudad de los sanfermines). La historia que se enseña en los colegios no habla ya ni del lusitano Viriato, pues saber de aquesto no cuenta en el currículum de quienes engrosan las listas del paro. Pero el estratega Sertorio no hacía guerrillas, él era romano y miraba de frente, por eso el Grande necesitó más legiones, que tuvo que pagar de su propio peculio.

Craso también era inmensamente acaudalado y en su lista de méritos, la creación del primer cuerpo de bomberos. La privatización de los servicios públicos ya existía antes incluso de su formulación: Craso no apagaba los incendios hasta que no compraba la casa siniestrada a un precio irrisorio; si el propietario no aceptaba su oferta, un solar calcinado valía menos.

De Julio César basta decir que entonces era un joven prometedor de familia patricia depauperada que presagiaba el líder político y militar que sería después. Sin duda el Triunvirato devolvió a Roma el último lustre de su República, hasta que los partos cortaron la cabeza de Craso y Pompeyo se pasó al bando de los optimates, para acabar también degollado por aquél Ptolomeo hermano de Cleopatra, pero esa es otra historia.

En el amenazante tripartito que aspiraba al Gobierno de la nación hay algo que me parece digno de reseñar: los dos emergentes, Rivera e Iglesias, se mostraban respeto y cordialidad. No lo había visto en todo nuestro periplo democrático, ni siquiera en tiempos de Suárez y González. Éstos se atizaban de lo lindo en público, más que nadie hizo después, pero luego se reunían y firmaban los Pactos de la Moncloa.

Iglesias y Rivera debatieron ¡oh maravilla! civilizadamente, lo que facilitría llegar a puntos de encuentro. No siempre se escuchan los unos a los otros, pues a todos, incluida Soraya, se les pasó la metedura de pata de Iglesias sobre la autodeterminación andaluza. En realidad fue un referéndum sobre la vía de acceso a la autonomía, si la rápida del artículo 151 de la Constitución o la más lenta del 143. Fue entonces Almería la voz disonante y es que España siempre ha sido un coro y no siempre de orfeón. Al final del proceso, todas las Comunidades aspiraban al pleno de competencias. Café para todos se llamó.

Lo cuento a mi manera: el PP tuvo la habilidad de ser un aglutinador en épocas en que el diálogo no estaba vedado, de manera que la derecha fuera del PP es prácticamente inexistente. Pero la izquierda es más plural en cuanto a ideas y propuestas. Tal es así que el PSOE tiene dificultades para encontrar su discurso después de haberlo entregado a minoritarios grupos de presión que se han hecho poderosos. Tan variopintas son las voces que componen esta polifonía que más parece dodecafónica y por tanto inarmónica. A todos suena mejor la escala tonal, incluso aunque no sea el del Mesías de Haendel, sino el que canta una sencilla y límpida habanera.

En nuestra Murcia natal, el Conservatorio Superior de Música compitió con éxito en los mejores foros. Su Orquesta Sinfónica, su Banda y su Orquesta de Cámara ganaron más de un certamen nacional, y escuché al Coro y Orquesta interpretar los Carmina Burana que no envidió a Marriner y su Academy of St. Martin in the Fields en tiempos de la dirección de mi entrañable Miguel Baró Bo, a quien los recortes en educación jubilaron para solaz de sus amigos y escarnio de la enseñanza musical. El deporte nacional: apartar a los mejores.