A veces me sorprende que, en estos tiempos de imágenes y soportes digitales, las mismas historias que me estremecían a mí hace cuarenta años sigan conmoviendo a los chavales de ahora. € Y además contadas a capela, sin power point y sin dispositivos virtuales. Recuerdo que en un colegio, una niña estaba tan atenta a mis historias que se refugió debajo de una mesa cuando me encontraba narrando „en su punto álgido„ lo ocurrido en la calle más maldita de mi pueblo, el Callejón de la Calaveras. ¡Cuéntanos otra de miedo! suelen pedir. La tradición oral, esas historias no escritas que van pasando de generación en generación, son un tesoro que deberíamos proteger más.