La noche electoral se fueron a la cama con Ferreras haciendo operaciones para ver si a la izquierda le daba y aquello costaba lo suyo por más inverosímiles que fueran los sumandos y con Carlos Herrera rodeado de contertulios que esto lo ven es ingobernable. Háganse el cuerpo porque vamos a chuparnos las navidades enteras haciendo cuentas. Hemos pasado del bipartidismo al espiritismo, con los viejos y los nuevos mirándose hasta el más allá para, juntos, ver la derecha si se aguanta a sí misma después de todo lo que ha habido o si la izquierda, unida, es factible a pesar de que el máximo representante de ella ha sido incapaz de darle la vuelta a la tortilla aunque, para lo que se esperaba, haya aguantado el tipo. Y, aún así, no les da. Quedan revoloteando por ahí nacionalistas, republicanos, independentistas... con lo que el debú del Jefe del Estado a la hora de realizar la llamada para proponer presidente del Gobierno puede parecerse a las de Gila: «¿Se atreve?». Los frentes son múltiples. Felipe -o lo que quede de él, su espíritu- no soportaría al partido coaligado con este Pablo Iglesias y, sin embargo, no le importaría verlo con el pepé para encarar las reformas primoridiales, escenario que la presidenta andaluza, sostén mira por donde de Sánchez, no quiere ver ni en pintura. Fácil, no va a ser, majestad. Ni nadie ha perdido del todo ni nadie ha triunfado. Como es obvio, el que más se ha desgastado es al que le tocaba y seguramente es el que peor lo tiene para la Moncloa porque a la marca blanca se le ha visto al final el plumero y, al igual que ocurrió en el 82, Naranjito ha ido desinflándose en los momentos cruciales. Artur Mas continúa por la parte que le toca con el proceso decidido hacia su ruina total y no se puede descartar generales y catalanas para primavera. Y ahora que anda libre, sólo nos queda que se presente Mou.