Son días extraños en los que intenta colarse la ternura por todas las vías, desde la intravenosa -sangre de mi sangre- hasta la extracorpórea que representan los ya también familiares wassap o Facebook. Echo de menos a los que faltan y no me refiero a los caídos por el bipartidismo que, como los seres queridos, tampoco saldrán ya en ninguna nueva foto.

Se me ablanda el corazón mientras hinco el diente al duro turrón diario. Una realidad que me hace pensar si en vez de volver por Navidad igual es mejor decir adiós, traspasar las fronteras más cercanas en busca de otros territorios políticamente más benignos. Te ata al sillón la esperanza, también muy propia de estas fiestas, de que en algún momento todo esto cambie, que las listas de morosos de Hacienda y los listos que se sientan en los banquillos de la Justicia impregnen la conciencia colectiva, huérfana de compromiso.

Si terribles son las colas de defraudadores al fisco y a las instituciones públicas, más alarmante aún es la nula reacción ante el dispendio del conjunto de ciudadanos, que hemos inoculado la corrupción económica y moral o desigualdad. Ya no nos hace daño la más terrible enfermedad democrática. Un cáncer menos y una alegría más para adornar la Navidad.

Disfrutemos, por tanto, de las led de colores en estos tiempos grises; del estruendoso chiquirriquitín en esta era del silencio; del polvorón que nos impide romper el mutis y de la supuesta felicidad que nos proporciona mirar hacia otro lado para no ver la catástrofe. La evolución no puede ser esto. Un tiempo en donde la raza humana acaba volviendo a sus orígenes, al único calor de la familia como reivindican estas fechas y los resultados electorales, pues no hay tribu sin compromiso.

Quiero creer, como aleccionan estos venturosos días, que será difícil apagar el fuego que supuso la civilización y nos hizo ciudadanos. Una llama y las ansias de renacimiento siempre prenderán entre los más osados. Feliz Navidad.