Esta campaña se agota y nosotros con ella. Habrá leído ya cien artículos como éste sobre las elecciones, habrá visto a los políticos comer en un fast food de aeropuerto, ponerse batas de papel para ir a fábricas de conservas, jugar al dominó, cantarle una nana a María Teresa Campos o visitar la asociación local de artesanos del esparto. Ya no hay que pensar, sólo quieren que empaticemos, que sintamos, que dejemos de lado, en definitiva, la racionalidad que nos hace humanos. Si está harto de esto, me sumo a usted. Comparto su angustia y sus ganas de que lleguen las elecciones para que se acabe este exhibicionismo emocional casi pornográfico de los candidatos, sí, pero también para votar, porque al final es a lo que veníamos, ¿no?

Además de todo lo anterior, la invasión también llega a nuestra calles, empapeladas con carteles con lemas y caras de los candidatos, algo que me parece más propio de países con sociedades analfabetas o de democracias emergentes, si nos ponemos políticamente correctos. Me hubiera gustado, no lo niego, poder leer en alguno de ellos la palabra libertad. Porque veo futuro, país (o países), seriedad, ilusión, pero ninguna referencia a la libertad. Sí que aparece la dichosa palabra en las páginas de los programas electorales, dicen, pero mi nivel de perversión intelectual no alcanza el punto de leérmelos y contrastarlos todos, más allá de lo que publican sobre ellos algunos medios, generalmente en internet. Si no tiene usted tiempo para eso, no se preocupe, algunas cadenas nos preparan unos potitos muy fáciles de digerir para que nos enteremos de todo sin hacer esfuerzo alguno. Puede escoger el sabor que más le guste, no se preocupe.

Con este panorama, hay algún amigo que ante la falta de un referente claro en el ala liberal o, en términos más amplios, el espacio liberal-conservador, está planteándose quedarse en casa el día 20. Es un error. Créanme que a mí me duele tener que votar, no por la mejor opción, sino por el mal menor. Sé que no suena nada romántico, que soy casta y tal, pero si usted, lector, me concede un par de minutos más, se lo intento explicar.

Los liberales somos tercos por naturaleza y hasta un punto soberbios en la defensa de nuestras ideas. Creemos que son las mejores y pienso que no nos equivocamos. La razón es sencilla. Nuestras ideas se basan en que los poderes públicos sean lo menos intervencionistas posibles para que cada cual pueda llevar a cabo su proyecto de vida conforme a sus expectativas, ideas y moral propias. Yo no quiero ordenarle la vida a nadie ni hacer ingeniería social. No aspiro a un gobierno para todos, sino para cada uno. De acuerdo, es algo utópico, puede que hasta pueril, pero hay que tener un ideal al que tender. Otros tienen el gorilato venezolano de referente y no pasa nada, ¿no? Pues eso. No obstante, reconozco que es cierto que hay que descender al mundo real en el que las únicas cosas seguras, citando y ampliando a Benjamin Franklin, son la muerte, los impuestos y Ana Blanco en el informativo de TVE. El Señor es mi pastor, nada me falta.

Me ha costado llegar a esta reflexión que el lector puede juzgar errónea, pero este 20 de diciembre toca abandonar las actitudes ideológicas puristas. Hay que ser pragmático, que es la única vía de ejercer con solvencia la responsabilidad del voto y, en general, cualquier otra. Doy por descontado que no voy a comulgar al 100% (me daría miedo si así fuera), pero es que al final no sé hasta qué punto la coincidencia entre las ideas individuales y el programa es el factor de más peso. ¿Sabría usted decir diez medidas del partido al que tiene pensado votar? Venga, dejémoslas en cinco. ¿Que se ha dejado la ropa en lejía y ahora mismo no puede contestar? No se preocupe, al final, como digo, el que confiemos en alguien para darle nuestro voto es más una cuestión de actitud y de voluntad, como casi todo en la vida, que de las ideas mismas. Miguel de Unamuno decía en su ensayo Sobre el fulanismo, que «cada vez que en España se habla de programas de gobierno hay que echarse a temblar, y en cuanto se nos habla de aplicar una idea, lo más prudente es ponerse a salvo. Es preferible la aplicación de eso que se llama el leal saber y entender, porque cuando es de veras leal, es expresión de un hombre entero y verdadero». No voy a venir yo a contradecirle.

Lo cierto es que estamos ante unas elecciones que, con independencia de su resultado, no son sino la antesala de una etapa de reformas y cambios en España y la forma que tenemos de influir en ellas es participando con nuestro voto. En general, sea más o menos fiel a sus ideas y vote por las personas que crea que van a actuar con más criterio ante la que se nos viene encima, porque vamos a necesitar personas que sean capaces de articular consensos, tanto en el gobierno como en la oposición.

Este domingo vamos a votar con la mirada puesta en un candidato para La Moncloa, pero quizás sea la legislatura en la que, desde los inicios de la democracia, más falta hacen mujeres y hombres competentes en los escaños, porque en las Cortes va a estar el verdadero eje de la vida política. Así que, no estaría de más que cada cual conociera a los candidatos de su provincia, porque van a tener mucho que hacer y que decir. En la izquierda tiene un amplio abanico de posibilidades, desde la moderación a la excentricidad; en el centro y la derecha, las opciones son más reducidas, pero hay donde elegir.

A quien se defina como liberal y con la situación que se avecina, no le queda otra que optar por minimizar daños y evitar que alcancen el gobierno quienes no creen en la igualdad de oportunidades, sino de resultados a costa del esfuerzo de unos cuantos; quienes piensan que los individuos no estamos más que capacitados para votarles cada cuatro años y que, para todo lo demás, necesitamos un Estado que nos diga qué es lo mejor para nosotros.

Escojan a los fulanos que prefieran, pero no se queden en su casa. La libertad a veces no es sólo hacer lo que queremos hacer, sino hacer lo que hay que hacer sin necesidad de que nadie nos lo diga.