El enésimo atentado fundamentalista llevaba de nuevo el nombre España en el punto de mira. Esta vez nuestra embajada en Afganistan, con el resultado de dos muertos. En la nueva guerra que sufrimos, el asesinato como sucedió en París y ahora en Kabul es un crimen execrable. Pero en los términos en que hablan los yihadistas, estamos ante una guerra infame, vergonzante y sucia. Ni siquiera Hitler, autor de peores crímenes, llegó a plantearse lo que estos indeseables. No hay honra ni heroicidad para quien actúa de forma tan ruin y tan vil.

Las legaciones diplomáticas son suelo sagrado tanto como lo fueran hace siglos los templos cristianos. Está prohibido violarlas, no sólo por las leyes internacionales, sino por la más universal de la hospitalidad en tiempos de paz y también por las normas de la guerra. Quienes atentan contra ellas no son dignos de llamarse hijos de Dios, pues ningún dios de los que yo conozco desprecia esas reglas. Incluso quien no las respeta debe saber que su infracción es uno de los mayores pecados que pueden cometerse. Por eso no pueden esperar alcanzar paraíso ni cielo alguno.

Para los no creyentes, las leyes hospitalarias y de la guerra deben también ser acatadas, pues quien hace aquello que no quiere que hagan con él es tan canalla que no merece el nombre de humano. Pero si hablamos de creyentes, no importa la fe que tengan, más si es una de las del Libro, pues es el mismo Dios y tienen preceptos comunes. Me van a permitir subir al púlpito para clamar una malaventuranza:

Malditos sean quienes matan en nombre de Dios, porque ellos morirán sin Dios.

Malditos sean quienes proclaman guerras en las que no luchan, porque ellos conocerán la ira de Dios.

Malditos sean quienes condenan a muerte, porque ellos alcanzarán la suya antes del tiempo en que les hubiera tocado.

Malditos sean quienes esperan alcanzar el paraíso con sus crímenes, porque encontrarán el vacío y el fuego per in saecula saeculorum.

Después de este enésimo crimen, intencionado hasta en las fechas para marcar el curso de las elecciones, los candidatos tenían una oportunidad de oro para lucirse. Pero sólo he visto respuestas planas, grises y al uso. Nada de pasión, nada de alma, ni siquiera de elegía por la muerte de dos compatriotas. Todo según el guión establecido.

Rajoy, que tenía un mitin en prime time en nuestra capital, una vez más hace gala del aprecio por esta Región que llegó a darle la más amplia victoria al PP, decide jugar al invisible y suspender el acto en señal de duelo. Qué lástima que yo no tenga un mi abuelo que ganara una batalla, cantaba León Felipe en el otro extremo del mundo y del pensamiento.

¡Cuánto he echado de menos siquiera un panegírico! No pedía un parlamento shakespiriano como aquellos a la muerte de César. El parricida Bruto excusaba el asesinato del tirano apelando a la salvaguarda de la libertad de la patria. Sin embargo, el camaleónico Marlon Brando, en la película de Mankiewicz, era la voz calma y tensa de un soberbio Marco Antonio, que empezaba justificando al asesino, porque sin duda Bruto era un hombre honrado, y terminaba alentando a las masas que impetraban venganza.

Qué pena que nadie sea capaz de subir a los estrados a ofrendar un buen discurso, siquiera una oración laica por la memoria de los hijos de la patria asesinados por villanos, por la jauría humana. Vaya desde aquí el llanto, el clamor y la furia de un hermano:

Descansen los cuerpos bajo la lápida

y canten con los versos en el mármol

memorias de la sangre derramada,

que hará germinar con ella el árbol.

Nacerán nuevos frutos a la patria,

alentará del vate el sutil cálamo,

el alma alada de la libertad,

con orgullo y con pasión clamando.