En 1933, el presidente norteamericano Roosvelt se encontró con una economía que había caído un 25%, el mismo porcentaje al que había ascendido la tasa de paro. Emprendió la política conocida históricamente como el New Deal, cuyo componente esencial era la creación de empleo bien directamente desde el Gobierno, bien contratando obra pública, bien ayudando a los agricultores. En todo caso, a través del presupuesto y financiando dichos gastos mediante impuestos a las rentas altas y déficit.

En la España actual tenemos un índice de paro superior al 20%, que en realidad es mayor si consideramos que el número de personas trabajando es inferior al que había en el momento álgido de la crisis (2011). Pero se da la circunstancia de que este desempleo, que en cualquier país de nuestro entorno sería considerado acreedor de actuaciones de emergencia social, coexiste con una tasa interanual de crecimiento del 3%, lo cual corrobora la existencia en este país de una debilidad estructural del trabajo, que genera desigualdad. Este desempleo crónico ha devenido en unos salarios tan escasos que sus perceptores no salen del círculo vicioso de la pobreza. El panorama social así configurado ha deteriorado aún más la calidad de esta democracia, que ya nació en 1978 muy lastrada por la influencia de los sectores conservadores en la transición, los cuales han ganado peso de la mano del bipartidismo. Consiguientemente, el cambio en este país pasa, en primer lugar, por crear millones de puestos de trabajo que a su vez eleven los indignos niveles salariales actuales. Y hay un hecho obvio: el sector privado no los crea, por muchas facilidades de despido y precariedad que se le otorguen; prueba de lo cual es que tras dos reformas laborales 'liberalizadoras', una del PSOE y otra del PP, hoy trabaja en España menos gente que hace cuatro años. Es más: en la medida que dichas reformas han deteriorado el empleo existente y reducida la capacidad de demanda de los asalariados, han contribuido a esta reducción de la población activa española.

Consiguientemente, no queda otra que depositar en el sector público, en el capital público, la creación de empleo en unos niveles que normalicen este país, a fin de que al menos se parezca a los de nuestro entorno. Y con unos salarios que se compadezcan con nuestra renta por habitante.

La pregunta que surge es obvia: ¿de dónde saca el Gobierno dinero para crear al menos un millón o más de puestos de trabajo con unos ingresos mensuales de al menos mil euros? La respuesta es simple: normalizando la fiscalidad de España. No hace falta ninguna expropiación del capital ni medida revolucionaria alguna. Basta con que la Hacienda española se parezca, por ejemplo, a la italiana, con lo que recaudaría unos 100.000 millones de euros más, o se sitúe en la media de la eurozona al menos, con lo que ingresaría unos 90.000 millones. Nada imposible. Basta con que los grandes empresarios, los ricos y los poderosos paguen los impuestos que ahora no pagan. De ese dinero por recaudar, destinando unos 15.000 millones a crear empleo directamente por el Estado en sectores en los que se requiere (obras y servicios públicos, rehabilitación, eficiencia energética, servicios sociales), se generaría al menos ese millón de puestos de trabajo con un salario relativamente digno. Esa nueva demanda tiraría del empleo y los salarios en el sector privado, y por consiguiente del crecimiento económico. Igualmente generaría empleo la mejora de los servicios públicos que entrañaría ese incremento de recaudación.

Resumiendo: existe una conexión directa entre la creación de trabajo desde el poder público, la reducción de la pobreza y la desigualdad y la mejora de la democracia. Proponer, como hacen algunos, que esa mayor disponibilidad de dinero público se emplee en subsidiar a la gente sin contrapartida alguna y en subvencionar los costes salariales de las empresas, ni nos saca del binomio paro-pobreza ni mejora la calidad de esta deteriorada democracia. Este país necesita su New Deal.