Viendo pacientemente uno de los soporíferos debates de los candidatos electorales, me acordé de que, estando en Sudamérica, el obispo de una diócesis muy conocida me invitó a acompañarle a una reunión del clero, donde se iban a celebrar las votaciones de diversos cargos diocesanos. El obispo, un hombre sencillísimo, evangélico, humilde y dialogante, abrió la reunión con una oración, después de la cual contó una especie de parábola e invitó a los curas a elegir a los que creyeran más capacitados y sobre todo honestos a carta cabal.

Dos cosas recuerdo perfectamente. Una: que el obispo no soltó una plática sobre la importancia de las votaciones. Y, dos: que se limitó, de forma escueta, a narrar la parábola, dejando que cada uno sacara las consecuencias. He aquí la parábola: «Cuenta una bella leyenda que en un pequeño y lejano país, muerto el jefe, debían decidir quién sería el nuevo mandatario. Las leyes decían lo que había que hacer para la elección. Y, según estas normas, se reunió el Consejo de Sabios y pidió a cada una de las aldeas que eligiera y propusiera un candidato. En el pequeño pueblo de Vientos Libres, situado más al este del país, fue propuesta Dalama Barronia, la dueña de una tienda de telas, alguien en quien todos confiaban por su impecable honradez, su capacidad de escuchar, su buen criterio y su honestidad. Los candidatos propuestos debían reunirse en el Palacio para escuchar la prueba que plantearía el Consejo de Sabios. Llegado el día de la partida, Dalama Barronia emprendió el trayecto de tres jornadas hacia la ciudad principal, y allí se encontró con una serie de personas -hombres, mujeres, jóvenes- llegadas de todos los puntos del país.

El Consejo de Sabios los recibió y, como se hacía cada vez que había que elegir al jefe, les propuso una prueba. El encargo en esta ocasión parecía sencillo. Le entregaron a cada uno una bolsa de semillas de una flor de aquellos lugares para plantarlas de regreso a sus aldeas. Durante casi un año cuidarían la planta que brotase y, cumplido el plazo de diez meses, se reunirían de nuevo en el palacio con la planta ya crecida. Aquel o aquella que lograra la planta más hermosa sería la nueva o el nuevo jefe supremo. Dalama Barronia plantó con mucho mimo las semillas que le habían entregado en la bolsa. Escogió un suelo fértil, rico en humus, y como sabía la necesidad que esta planta tenía de tierra húmeda pero sin charcos, regó cada día la planta con agua de lluvia y, tal como le habían enseñado, ni mucha ni poca. Sobre todo, haciendo caso a los consejos de su abuelo, dedicó muchas horas a escuchar y a hablar a la planta. Sobre todo a escuchar. Pasaron los días. A pesar de sus cuidados, la planta no floreció. Dalama sabía que sus hojas debían ser alternas, sencillas, con márgenes dentados. Que las que se encuentran en la parte inferior debían ser acorazonadas, mientras que las que crecen más arriba del tallo se estrecharían y tendrían el peciolo más corto. Sin embargo, nada de esto pudo comprobar. La semilla no brotó, a pesar de los muchos cuidados. Dalama Barronia se dio cuenta que había fracasado en el reto que le habían planteado. Pero, aun así, creyó que era su deber acudir, aunque solo fuera como gesto de agradecimiento a todos los habitantes de la aldea que la habían elegido la mejor candidata y la mejor vecina. Llegó el día de la ceremonia en la que todos mostrarían el fruto de las semillas cultivadas. Muchas de las personas elegidas por sus aldeas mostraron unas plantas con flores preciosas, de pétalos anchos, aterciopelados, de bellos y llamativos colores y que desprendían un olor suave y agradable. El Consejo de Sabios los reunió a todos en el gran salón y se dio comienzo a la última ceremonia. Dalama veía las hermosas flores de los otros candidatos y permanecía en resignado silencio. Cuentan las crónicas que, cuando el decano de los sabios pasó a su lado, la miró a los ojos, se paró un momento y dijo en voz alta: «¡Ya tenemos jefe!». Y dirigió una significativa sonrisa a Dalama Barronia. «Para aquellos a los que os sorprende la decisión de la elección de nuestra nueva jefa suprema, simplemente os diremos que las semillas que hace diez meses os entregamos eran semillas secas, que en ningún caso podían florecer. Algunos de los candidatos simplemente no se han presentado hoy a la ceremonia y todos, menos una, de los que habéis venido habéis tratado de engañarnos para ocultar el fracaso. Solo esta mujer, Dalama Barronia, ha tenido la valentía de venir con la maceta seca y sin flores y de esta manera dejar patente la cualidad más importante para un jefe supremo: la honestidad. Cuentan los viejos libros que en cuanto Dalama asumió su cargo se comprometió a poner en práctica estas siete acciones: rodearse de personas sabias y honradas; cerrar los oídos a todos los alcahuetes y aduladores; mantener la puerta abierta escuchando las quejas de la gente, especialmente de los más pobres; premiar con la confianza y los encargos más difíciles a aquellos que dicen la verdad aunque les perjudique y a los que se hayan atrevido a equivocarse en el pasado; y, finalmente, buscar para los cargos necesarios (y ni uno más de los necesarios) a gente con sensibilidad para el sufrimiento ajeno. El obispo sudamericano terminó de contar la parábola y sin sacar él las conclusiones se limitó a decir: Nuestro Maestro nos dijo: «El que tenga oídos para oír que oiga». Pues oso digo yo ahora. Gracias.