Se suele repetir que uno de los problemas de la sociedad actual, amén de la crisis económica, que es sumamente importante (nadie lo duda), es el gran desafío que tenemos por delante, que no es otro que la ingente deficiencia de valores que nos está haciendo perder la partida diaria por ausencia o escasez de ilusión y de entusiasmo para emprender las tareas ineludibles y para afrontar y gestionar los fracasos, aunque suene a tópico, como unas auténticas oportunidades.

Así es. Un amigo insiste en que la dificultad se fomenta porque «cada uno va a lo suyo, menos yo (menos él, dice), que voy a lo mío». Ciertamente nos hemos encerrado en un corto plazo egoísta que nos está haciendo añicos el presente y probablemente el futuro, al menos el porvenir a medio plazo.

Nos hemos cansado, indudablemente, antes de tiempo en un itinerario que es una maratón. ¿Qué es lo que ocurre? Pues que no ponemos medidas. Eso es lo que sucede con el asunto de la circulación viaria, que sigue registrando enormes desatinos, así como muertes y heridos todos los días, unos sucesos que tienen que ver con una falta de educación, de respecto y hasta de responsabilidad. Hemos asumido que las cifras, las duras estadísticas, son inevitables. Sin embargo, no debería ser de esta guisa.

Salimos a calle (genéricamente hablando) con altas dosis de tensión, lo que se traduce en violencia verbal cuando conducimos, y, a veces, demasiadas, en forma de una actitud agresiva con resultados de toda índole. Es verdad que las cifras de muertos, de heridos, de accidentes en definitiva, han bajado, pero también es cierto que se han mejorado los coches y las vías por las que transitamos. A la par no parece que hayamos educado nuestros intelectos para ir a velocidades correctas, para aparcar donde debemos, para respetar las normas, para no discutir tanto, etc.

Prueba evidente de esto que decimos es que preocupantemente han aumentado los muertos por atropellos de peatones y de ciclistas. Algo pasa: algo falla. Quizá todos perdemos un poco. No olvidemos que, cuando discutimos, por ejemplo, en el tráfico, cuando tenemos incontinencia verbal, cuando contemplamos incluso pasivamente las pugnas de otros, cuando no contextualizamos los episodios de violencia para que los más pequeños no vayan creciendo viendo esos escenarios como habituales, cuando les damos carta de naturaleza a los incidentes y accidentes cotidianos, aceptamos que el ser humano (que sí, que vivimos en una cultura del riesgo) no puede hacer otra cosa que asumir estos eventos como inevitables, y, por desgracia, toleramos hasta aquellos que no lo son. Hay, indudablemente, sucesos que podríamos conseguir que no ocurrieran, pero, lamentablemente, acontecen, generando un profundo dolor.

Ante los infortunios que experimentamos, entiendo que lo que queda es unirnos para tomar decisiones conjuntas. Entre ellas ha de estar el otearnos como un equipo, del primero hasta el último, intentando que las cuestiones cruciales funcionen. Tengo para mí que todos consideramos esencial el derecho a la vida, a una vida digna, a la felicidad, el derecho a existir de la manera más confortable y sin aristas. Por ello, cuando un ser humano se trunca, cuando se debilita, se cercena o muere, todo el sistema ha fallado: desde lo individual a lo colectivo.

Todo fallecimiento y todo herido constituyen el fracaso del sistema, que, en este sentido, no tiene nada de modélico.

Para afrontar la lacra de los accidentes no cabe otra alternativa que interpretarnos con igualdad y fraternidad, que actuemos como un universo en conjunto. Hemos de percibirnos como sociedad: todos. Ésa es la llave para la mejoría.

Ése es el genuino valor.