En su libro Pensar el siglo XX, Tony Judt aseguraba que el pecado intelectual y político del pasado siglo consistió en autorizar „e infligir„ el sufrimiento de otros en favor de un futuro conocido por quienes sentían la misión de realizarlo: la revolución, el Reich, las causas de liberación nacional, el Estado fascista, el paraíso proletario o incluso la futura paz mundial. Como dijo Adorno, «se torturaba sin placer, se asesinaba sin placer, y acaso por tal motivo más allá de toda medida».

Con todo, la crueldad de aquellos „que Silvio Rodríguez cantó con lirismo: «ir matando canallas con cañón de futuro»„ tenía al menos la detestable coherencia de estar dispuesta a padecer el sufrimiento que querían causar. Se estaba dispuesto a inmolar el presente de muchos, incluso el propio, en favor del futuro de todos. Sin embargo, el pecado de nuestro siglo consiste en autorizar el sufrimiento de las futuras generaciones en favor exclusivo del bienestar de las actuales.

Es el futuro de otros el que inmolamos en favor de nuestro confortable y despreocupado presente.

Los siglos XIX y XX pusieron ante nosotros el Edén en un futuro perfecto que sin siquiera haber llegado a alcanzar, estamos ya a punto de dejar atrás, convirtiéndolo de nuevo en un pasado que no supimos mantener. Y con esa misma celeridad las esperanzas mesiánico políticas han cedido su lugar a los temores ecológicos causados por la insostenibilidad de un bienestar opulento. Así que desde luego que el futuro ya no es lo que era, ni se nos propone como el cumplimiento de promesas, sino de potenciales y más que probables colapsos medioambientales.

Tal vez por eso las ideologías dominantes ya no proclaman el proyecto de cambiar el mundo, que suena amenazante, y van ganando peso los ideales conservacionistas que trasladan el centro de gravedad moral y político desde el entusiasmo profético al respecto precavido. La idea misma del ´cambio´ en lo que al clima se refiere, por ejemplo, se ha convertido en sinónimo de desastre de factura humana. Se trata, pues, de conseguir que el mundo no se deteriore más y seamos capaces de mejorarlo sin destruirlo. Y es que desde el principio de nuestra historia sobre el planeta la humanidad ha tenido que luchar para ponerse a salvo de las fuerzas del mundo y sobrevivir. Así que durante siglos los hombres no han asumido un punto de vista ético ante la naturaleza, sino inventivo, tecnocrático, transformador. Pero desde el descubrimiento de la bomba atómica, es el mundo lo que hay que poner a salvo del hombre para procurar nuestra propia subsistencia. Y la historia moral de la humanidad no es muy halagüeña al respecto.

Nunca antes el poder de la humanidad había sido tan portentoso de manera que, como dijo Marcel, la supervivencia humana ya no depende tanto de que dominemos la naturaleza como de que dominemos nuestro propio dominio sobre la naturaleza. El desarrollo tecnocientífico ha abierto un panorama moral inédito y acuciante para el ser humano, porque por primera vez el destino de nuestras civilizaciones depende y coincide con el destino del sistema medioambiental del planeta. El clima se ha hecho humano además de un asunto político de primer rango, y no porque el hombre lo produzca, sino porque dependemos para sobrevivir de que lo protejamos del hombre mismo.

No hay alternativa al respecto: hemos de convertir la naturaleza en cultura, es decir, hemos de tomar a nuestro cuidado el planeta y su atmosfera porque hemos llevado el progreso y el dominio explotador hasta tal extremo que su sostenibilidad requiere auxilio artificial como, para empezar, acuerdos y leyes que nos impidan seguir conduciéndonos de igual modo. Ha sido, por tanto, nuestra propia voracidad destructora la que ha convertido el mundo en nuestra responsabilidad. Así que tanto el desarrollo de nuestras sociedades como nuestro inmenso poder destructor nos han entregado el planeta y su preservación como una misión humana de la que depende nuestra propia viabilidad. Es como si hubiera que encomendar a los depredadores la no extinción de sus presas porque han mejorado su eficacia depredatoria. Así que, en ese sentido paradójico, el planeta entero se nos ha convertido en un inmenso parque natural de cuya conservación depende, para empezar, la supervivencia de la especie de los propios guardianes, los humanos.

Convenciones como la de estos días en París en las que se reúnen jefes de Estado de todo el mundo sirven para escenificar la magnitud del reto, pero al mismo tiempo pueden enmascarar nuestra verdadera situación: necesitamos con urgencia lo que Jonas llamaba ´una nueva humildad´ surgida no de nuestra insignificancia sino de nuestra falta de capacidad para asegurar la naturaleza benéfica de nuestro inmenso poder. Así que ya no hay lugar para ideologías ni morales que no extiendan una constante y cauta desconfianza sobre nosotros mismos. Sabemos de lo que somos capaces y, por consiguiente, el ingenuo entusiasmo ilustrado en una humanidad renacida e inocente no solo se ha revelado quimérico, sino que a la altura de nuestro tiempo se ha convertido en irresponsable.

Hay que darle al futuro poder sobre el presente, lo que desde el punto de vista medioambiental significa que los efectos secundarios han dejado de serlo y tienen ahora una importancia primordial. Al contrario de lo que venía ocurriendo cuando los problemas eran inmensos y la conducta de los individuos resultaba prácticamente irrelevante, en la actualidad y precisamente porque el problema es inabarcable y global, la responsabilidad recae toda ella sobre cada uno en particular.

El cosmopolitismo como forma de la conciencia ciudadana ya no es un alarde de elitismo apátrida o intelectual, sino la responsabilidad consiguiente a la efectiva urbanización del orbe: hemos destruido sin placer, y hemos abusado y consumido sin placer, y acaso por tal motivo más allá de toda medida.