Cuando terminó la operación, mi padre me dijo: «Veo boria». Otra persona hubiera dicho: «No veo nada». Pero las palabras de mi padre son las antiguas. Y hubo un tiempo donde la sabiduría se acumulaba, como las capas de la cebolla, en los significados ocultos de las palabras. La boira, entonces, era la ´niebla´.

La diferencia entre no ver nada o ver la boria es sutil, pero transcendente. Cuando decimos «no veo nada» estamos poniendo el acento en lo que no vemos. La habitación del hospital. La cara del hijo. El sol de la tarde. Son las cosas que antes podíamos ver, y que ahora han dejado de comparecer delante de nuestros ojos. Pero cuando decimos «veo boria», hablamos de otra cosa. No de lo que no aparece, sino de lo que está delante de nosotros. Las personas que ven boria saben algo más que las que no ven nada. La boria es la nada. Así que cuando mi padre abre los ojos y dice: «veo boria», está hablando de lo que ve, y no de lo que no ve. La boria es la enfermedad que no le deja ver el rostro de su hijo.

Los atentados de París nos han dejado ciegos. Dormíamos, y cuando nos despertamos, solo somos capaces de ver sombras. Sentimos miedo, rabia e impotencia. Queremos castigar a los culpables, pero en su odio terrible hacia nosotros, se han castigado a sí mismos, para demostrarnos que nada de lo que podamos hacerles es más fuerte que su odio. La naturaleza de su violencia es un misterio para nosotros. Los llamamos fanáticos, terroristas, locos. Pero estas palabras no expresan más que nuestra frustración. Un fanático es alguien que defiende sus creencias con una pasión desmedida. Un terrorista tiene un programa político. Un loco, ha perdido la razón. Pero para ponerse una cinta de explosivos alrededor del pecho hace falta algo más que estar loco, tener un programa político, o estar dispuesto a dar la vida por las creencias. En el fondo, lo sabemos. Pero no queremos verlo. Porque necesitamos desesperadamente una camisa de fuerza para encerrar nuestro miedo. Si son fanáticos, terroristas o locos podemos combatirlos. Solo es cuestión de aviones, bombas, y soldados. Tenemos los recursos. Tenemos las razones. Debemos prevalecer.

Sin embargo, nos comportamos como un ciego dando bastonazos en el aire. Queremos defendernos de lo que no vemos. Pero no somos capaces ni siquiera de reconocer lo que vemos. Está ahí. Delante de nuestros ojos. Pero somos demasiado ignorantes como para reconocer que no entendemos nada. No entendemos por qué nos matan. No entendemos por qué se matan ellos. Y sabe Dios que vamos a matarlos, aunque no sepamos por qué. No. Más vale que dejemos de engañarnos. No lo sabemos. Porque decimos que lo sabemos, por ejemplo, cuando nos defendemos de alguien que quiere robarnos. Entonces, decimos: «Fue en defensa propia, quería robarnos». El dinero es una razón que podemos comprender. Pero si alguien, a quien no conocemos de nada, al que nada hemos hecho, y que no está loco, nos ataca en mitad de la calle, con el propósito de matarnos, y de matarse a sí mismo mientras nos mata, entonces haremos todo lo que podamos para defendernos, pero cuando lo hagamos, si sobrevivimos, lo único que sentiremos será perplejidad. ¿Por qué nosotros? ¿Por qué ellos? ¿Por qué?

Para empezar a salir de nuestra ignorancia deberíamos ser capaces de reconocer lo que no queremos ver. Aquella infausta noche del 13 de noviembre no vimos ni yihadistas ni creencias religiosas ni programas políticos. Hollande tuvo la virtud, y la ceguera, de verbalizarlo por todos nosotros: «Estamos en guerra». La boria es la guerra. La enfermedad que no hemos querido ver, pero que se expande, como una niebla de muerte, desde que decidimos combatir a la enfermedad con más dosis de la propia enfermedad. Pero debemos ser honestos. También ellos están cegados por la boria. Antes que en París, Madrid o Nueva York, las bombas empezaron a caer sobre sus casas. Y sus hijos, cuando murieron, murieron de verdad, igual que los nuestros. Ellos tampoco vieron la boria. Solo a un canalla vestido de imán que les dijo: «Han sido ellos». Y entonces, cuando miraron a las terrazas de los bares de París, dejaron de ver seres humanos, padres con sus hijos, parejas abrazadas, grupos de amigos llenos de esperanza y juventud. Para ellos, los fanáticos, los terroristas, los locos, somos nosotros.

Vale. Vayamos a la guerra. Pero dejemos de contarnos cuentos. No será ojo por ojo. Nuestra venganza tendrá proporciones bíblicas. Por cada persona que murió en París, vamos a matar a cien en Siria. Nuestras bombas no caerán sobre el tejado de los asesinos. Ellos ya están muertos o lo estarán muy pronto. Ahora vamos a matar a sus amigos, a sus familias, y a todo el que viva cerca de ellos. Nos libraremos de algunos canallas. Pero van a morir muchos más inocentes de los que perdieron su vida en París. Y entonces, cuando hayamos calmado nuestra sed de venganza, quizás podamos ver que lo que nos mata, lo que a pesar de todo nos seguirá matando, es la boria.

Si hubo un momento en que Julio Anguita mostró la grandeza de su alma, fue el día en que le mataron al hijo, y en lugar de pedir venganza, declaró: «Malditas sean las guerras y los canallas que las apoyan».