No sé qué hubiera sido de nosotros si en aquellos tiempos desangelados y fríos no hubiera existido esta prenda de nombre tan bien puesto. La escueta chaqueta de pana o el abrigo „llamado luego jersey„ de lana o de borra dejaban a merced de los elementos cuello, boca, nariz y orejas. Por eso, era cosa de ver cómo en las mañanicas del invierno oleadas de seres fantasmales recorrían calles, caminos y trochas con el tapabocas, no ya arrodeao al cuello, sino cubriendo la boca e incluso las orejas o la cabeza entera. El tapabocas, con su color pardo mortecino, de olor un tanto zorruno e incluso adornado de las boceras que producía el uso, era inseparable del nene que iba a la escuela, de quien marchaba al trabajo a pie, sobre caballería o en bicicleta, del que iba a la plaza o a un mandado o del viejo refugiado del frío en una espontica. Pero no me digan que aquel lejano y entrañable tapabocas tiene algo que ver con la bufanda con que se adornan los finodos o que ondean los modernos aficionados al fútbol. Aquello era otra cosa.