He contado alguna vez cómo fue mi primera relación con los libros. Tras los tebeos de mi infancia, resolví un día asaltar la biblioteca de mi padre y, confiado en que estaría llena de relatos de gladiadores, de gestas guerreras a golpe de pilum y espada corta, de amoríos entre patricios y patricias romanas, desempolvé a mis tiernos once años la Historia de Roma en dos tomos, de Theodor Mommsem. Ni más ni menos. Busqué en ellos las batallas y las escenas del circo, los relatos de esclavos que, por su valor en combate, alcanzarían las glorias del generalato de los ejércitos e, incluso, los laureles del imperio, los escarceos amorosos y las intrigas palaciegas. Y todo eso lo encontré, si bien no en el formato de película de romanos que era el que buscaba, sino en otro muy diferente. En aquel libro hallé la auténtica historia de Roma, de sus instituciones, del equilibrio de poderes, de la República y del Imperio. Descubrí las nociones de auctoritas, potestas e imperium, que luego reconocería en mis estudios de Derecho y que tan ignoradas son hoy por quienes nos gobiernan. Descubrí la prosa elegantemente académica de quien fue premio Nobel allá por 1902. Y me gustó. Me gustaron los libros de adulto de la biblioteca de mi padre y seguí buscando en ellos. Entonces fue cuando descubrí a Tagore.

Rabindranah Tagore fue un poeta bengalí que obtuvo también el premio Nobel de Literatura en 1913. Poeta, artista, novelista, dramaturgo y músico, Tagore nació en el seno de una familia culta y acomodada y recibió parte de su educación en Inglaterra. Viajó por todo el mundo y se relacionó con muchos intelectuales de su tiempo, entre otros con Albert Einstein, Thomas Mann, George Bernard Shaw, H.G. Wells o Victoria Ocampo. Gran parte de su obra fue traducida al español por Zenobia Camprubí y por Juan Ramón Jiménez, esposo de la anterior, que aportó a la traducción lo que él mismo denominó «un colchón lírico».

Todos hemos leído a Tagore, si no algún texto completo, sí muchas de sus frases que pueblan el universo literario. Leer a Tagore constituyó para mí una experiencia tan conmovedora, tan íntima, que, aún hoy, permanezco atado a aquel viejo libro de mi padre.

Sin duda, fue Pájaros Perdidos, su libro de aforismos, el que me enamoró de Tagore. Nunca he dejado de leerlo, de consolarme con la belleza de sus pensamientos en los momentos difíciles y de deleitarme con ellos en las ocasiones en que la vida me sonríe. Pero también con Gitánjali, con El Jardinero, con La Luna Nueva o con La Fujitiva (escrita así, con jota, por el propio Juan Ramón Jiménez, que gustaba de escribir de esa forma las ges guturales). Y como todos los libros que quiero, porque me niego a que la belleza permanezca oculta, Pájaros Perdidos lo he regalado en ocasiones muy singulares con la recomendación de una lectura reposada. Pero ahora les digo cosas que antes no les dije. Tagore no es realmente para leerlo, Tagore es para respirarlo, para saborear cada palabra, para retener en el pensamiento la imagen simple que, desprovista de formas, se revela en cada aforismo, en cada párrafo de su prosa, en cada verso: un nido de pájaros, una brizna de hierba, el soplo del viento, una nube, la luz de una vela. Tagore es para que envejezca contigo, como lo hizo conmigo, para que te acompañe en silencio, para que susurre a tu oído palabras dulces, para que te haga soñar. Tagore dormirá a tu lado, penetrará en tus sueños y te llevará más allá, mucho más allá del momento.

Tagore es la belleza de la palabra, pues nadie como él ha escrito con tanta belleza de las cosas más simples de la vida. Y, como ejemplo, les dejo dos o tres aforismos de Pájaros Perdidos:

Apaga, si quieres, tu lámpara; yo conoceré tu oscuridad, y la amaré.

El silencio lleva en sí tu voz, como el nido la música de sus pájaros dormidos.

¡Cómo aletea alrededor del otoño la música del verano que se fue, buscando su nido viejo!

Pájaros perdidos de verano vienen a mi ventana, cantan, y se van volando.

Y hojas amarillas de otoño, que no saben cantar, aletean y caen en ella, en un suspiro.

Mar, ¿qué está hablando?

Una pregunta eterna.

Tú, cielo, ¿qué respondes?

El eterno silencio.