Aquel Madrid de los cafés y las tertulias literarias de los años 20 no ha vuelto a tener parangón después. Uno de los escritores más conocidos, Cansinos Assens, frecuentaba las reuniones de una sociedad masónica y vivió en los cafés la amistad de Mauricio Bacarisse, Alfonso Camín, Manuel Verdugo, Alejandro Sawa o un lorquino Eliodoro Puche, entre otros intelectuales y artistas. Madrid era entonces una ciudad en la que, por nacimiento o residencia habitual, vivían muchos poetas que estaban en aquella ciudad del Callejón del Gato donde los espejos del Café Colón sostenían lo cóncavo y lo convexo, que eran también el reflejo de sus personajes literarios, de los escritores de una vetusta y entrañable geografía de un urbanismo que parecía acogerles y se quedaban como noticia extraña y hasta esperpéntica de generación diseminada entre sus calles, en una geometría compleja, poligonal, cerrada, como es Madrid.

Es posible que, afanándose en encontrar memoria real en el laberinto de tabernas, lupanares, pensiones y cafés, sobre todo cafés, por donde se refugiaban los poetas desarraigados, encontremos en su intrahistoria a poetas como el lorquino Eliodoro Puche que había sido presentado por Víctor de la Serna en aquel Madrid literario y que, curiosamente, tan pronto como lo vieron con su aspecto desgarbado de vestimenta oscura, le compararon con un ataúd puesto en pie (referencia de Cansinos, que mucho tuvo que ver en aquel ambiente tertuliano ya que había creado su propio grupo en el Café de Platerías de la calle Mayor, junto a Xavier Bóveda, Guillermo de Torre, Buscarini, el cagón y mala persona de Emilio Carrere „en palabras del mismísimo Cansinos„ y un jovencísimo César González Ruano.

Después, el propio Cansinos, cuando dirigía la revista Cervantes, acabaría en el Café Colonial, en una tertulia dominguera a la que asistía también Eliodoro con su paisano Arderíus. Tertulia por la que también recalaba, cuando venía a España, Vicente Huidobro. En aquel lugar sórdido de espejos desvencijados y terciopelo sucio, Rafael Cansinos criticaba abiertamente a Ramón Gómez de la Serna, del que decía que buscaba greguerías como el que busca setas en el campo, mientras éste se reunía en el Pombo, en los sótanos de la bulliciosa calle Carretas.

Y en El Pombo, entre las macabras alucinaciones de Gutiérrez Solana y las anécdotas taurinas de José Bergamín, se asomaban todos los que vivían en Madrid o los que andaban de paso: Gerardo Diego, Alfredo de Villacián, Mauricio Bacarisse, Jorge Luis Borges, Joaquín Edwards Bello, Barradás, Pedro Garfias, Xavier Bóveda, Luis Buñuel y Eliodoro Puche, metido pronto en esos años madrileños, en los que las tertulias de café, las de los conciliábulos vanguardistas que se habían convertido en sedes literarias en el Madrid de aquellos personajes que se dejaban el dinero de las traducciones y los cuentos que publicaban en tabernas y lupanares, como era el caso de Pedro Luis de Gálvez, excelente sonetista que se gastaba la corta nómina que recibía del Cuento Semanal con artistas meritorias de los teatros madrileños, y alguna vez se le vio pidiendo limosna en la Puerta del Sol, hasta que un escritor le contrató durante un tiempo para que le escribiera las novelas.

Y Eliodoro Puche, que vivió en la calle Luna hasta la muerte de su padre en 1928, publicaba sus artículos en La Esfera, Blanco y Negro, Nuevo Mundo, Cosmópolis o Cervantes, y trabajó como traductor en la editorial Mundo Latino, siendo importantes las traducciones que hizo de Verlaine porque eran de las primeras que se pudieron leer en castellano.