Los aspirantes a un título, cargo o trabajo han de someterse a mil pruebas: presentación de méritos, ejercicios, exámenes, tests, entrevistas, que den cuenta de sus conocimientos y aptitudes. Pero esto no siempre fue así, sobre todo en la vida rural, donde la voz popular dictaminaba de forma inequívoca que eran aptos para cualquier trabajo si estaba demostrado que sabían y querían amagar el lomo: hacer cualquier trabajo físico, fundamentalmente los del campo, que exigían doblar la cintura para plantar, cavar, escardar, segar y, en definitiva, cultivar la tierra y recoger sus frutos. Al que amagaba el lomo, además de trabajador, se le consideraba persona esforzada, responsable y de toda confianza. En cambio, lo peor era decir de alguien que no le gustaba amagar el lomo: los amos no lo contrataban, el padre advertía a la moza casadera del peligro de hablarse con tal individuo, y la familia y los amigos lamentaban esta ominosa renuncia a amagar el lomo. Sólo los señoritos, que vivían de las rentas, estaban exentos de amagar el lomo; que este, y no otro, fue el castigo de Adán al ser expulsado del Paraíso.

Buscarle la púa al trompo

Los que no gozábamos de la habilidad de hacer bailar el trompo —por otros llamado peón—, envidiábamos la soltura con que algunos cogían aquel cono de madera terminado en una púa, al que arrollaban cuidadosamente una cuerda para lanzarlo y hacerlo bailar frenéticamente en el suelo, y luego cogerlo con la gracia de un prestidigitador para que lo siguiera haciendo sobre la palma de la mano, difuminado por el vértigo del girar, como si de un alocado derviche se tratara. Pero no menos nos llamaba la atención el enigmático «Búscale la púa al trompo» que en ocasiones profería el abuelo, como si de un desiderátum inalcanzable se tratara. Cuando un asunto se daba por imposible, cuando la discusión se atascaba o la búsqueda de un objeto resultaba estéril, venía esa especie de mandato categórico, que a todos y a ninguno obligaba, para consignar la impotencia, y también la conformidad, ante el fracaso. Aunque también podía expresar el reproche a quien intentaba averiguar cosas inexistentes o hurgar en ciertas heridas. Operaciones todas tan estériles e imposibles como distinguir la púa de la peonza en el vórtice de su girar.