Con motivo del cuarenta aniversario del 20N habrán tenido oportunidad de enfrentarse a numerosos testimonios sobre «qué hacía yo cuando Franco murió» y «así me enteré de su muerte». Me he contenido, pero ya no puedo. Tengo que sacarme de dentro lo ocurrido. Y soltarlo aquí me sale más a cuenta que buscarme un coaching.

Entré al periódico el año anterior y debuté con la crítica de Castañuela 70. Para mí todo aquello era un sueño y hasta hubiera dado dinero. Menos mal que no lo sugerí al gerente, porque habría aceptado. Tuve la suerte de caer en una cabecera peleona y eso, quieras que no, marca. A los pocos meses y días después de celebrarse el congreso socialista de Suresnes, el subdirector entrevistó a Isidoro, secretario general del aún ilegal pesoe y, tras ser el primer diario en hacerlo en territorio patrio, el subdirector acabó en la trena y Felipe siguió suelto. Se ve que la Transición había empezado a amasarse.

La primavera siguiente quien acabó entre rejas fue el dire por dar pábulo a que los 10.000 marines norteamericanos desembarcados en una de sus bases tenían como objetivo Portugal tras el 25 de abril. A partir de ahí fue trepidante. El día de Puig Antich, la poli irrumpió a caballo por el campus y el mobiliario fue lanzado desde el primer piso por la plebe; el errecinco se elevó sobre el asfalto tras explotarle la bomba encima a un comando del Grapo a quinientos metros...

En fin, no había quien parara. En las guardias nocturnas de aquel octubre/noviembre, tampoco. Durante las interminables esperas, el ritmo de ingestión de güisqui por parte de los curtidos en la materia fue de aúpa. Con 40 de fiebre, falté y ese día resultó ser 20N. Así que por la mañana se acercó mi madre con un vaso de leche caliente a la cama y me dio la noticia: «Hijo, ha muerto Franco». Tiene delito la historia. Y la mía, no digamos.