La tragicomedia de España, eso que la sitúa como exponente de la farsa, del esperpento, del sainete, no es que convivan en ella malamente avenidas varias naciones, como sostienen sus células cancérigenas nacionalistas, y los tontos interiores, sino que no tiene ninguna. España fue una gran nación, una de las más grandes de la Historia, la que creó una civilización universal y llevó su lengua, su religión, sus leyes y sus universidades a medio mundo. Pero hoy ya no es una nación, porque la cesión permanente frente a quienes han trabajado sin pausa para corroerla ha terminado dando su fruto. Ahora bien, los que tampoco son, ni fueron nunca, una nación en absoluto son precisamente aquellos que presumen de serlo: vasconavarros y catalanes. Entre otras cosas, porque siempre necesitaron nuestra lengua para salir al mundo.

Una nación es lo que yo vi el pasado lunes en la comparecencia del presidente Hollande ante la Asamblea conjunta de todos los parlamentarios franceses. La he podido ver en francés en TV5 (que no es el telecinco de aquí, donde el francés sería otra cosa). Un discurso bellísimo, vibrante, absolutamente democrático y, por ello, radicalmente convencido de la necesidad de defender la civilización frente a la barbarie. Sin miedo, como una nación, para cantar juntos, oposición y Gobierno, derecha e izquierda, la Marsellesa con una emoción que nosotros desconocemos. Como una nación.

Como una nación que no sólo no retira sus tropas, sino que las incrementa. Como una nación orgullosa de lo que es y de lo que ha sido. De haber dado, por ejemplo, estudios, asistencia y hasta nacionalidad a aquellos que hoy pretenden destruirla. Como una nación dirigida por hombres y mujeres que saben lo que custodian, y no por mequetrefes sin arreglo que siempre se rinden preventivamente y hablan de los niños que mueren en el mundo, como si eso fuera culpa de los que bailaban heavy (¡Viva el heavy!) en una sala de París.

Como una nación de ciudadanos, sin otra identidad que la ley, frente a los asesinos nazislámicos y sus cómplices ideológicos, los únicos que hoy defienden todavía un mundo premoderno donde los hombres se diferencien por razones de sexo, de color, de religión o de lengua. Y nuestra fuerza, lo ha dicho Hollande, es el Derecho: «Le Droit est la force». Por eso el Estado francés, la Nation, no tiene miedo a usar la fuerza, porque saben que la ley está con ellos. Por eso cantan la Marsellesa, que es la canción del valor y la defensa de la libertad. Y nosotros solo tenemos cánticos regionales.