Conflicto intercultural, radicalización de una minoría dentro de la religión del amor, ataques aislados? Antes lo llamaban guerra. Ahora no, aunque lo sea. Los ataques terroristas de París del pasado viernes deben suponer un cambio en la forma en que los europeos abordamos esta cuestión. La capital francesa, y con ella Europa, se ha desangrado ya dos veces en el nombre de Alá en lo que llevamos de año. Porque, hasta donde sé, no mataron al grito de «¡abajo el gluten!» o «¡Pantoja, libertad!». Lo hicieron, como en otras partes del mundo, con alaridos de «Alá es grande». Dos veces en las que los europeos hemos sido golpeados sin piedad por fanáticos islamistas cuya única motivación es acabar con nuestra forma de vida para imponernos la suya traída desde el medievo y anclada en él. En el caso de los ataques de enero, las víctimas fueron periodistas y judíos; ahora, hombres y mujeres que disfrutaban de su tiempo libre cenando en un restaurante, acudiendo a un concierto o viendo un partido de fútbol. La libertad y el ocio, dos de los símbolos que más identifican nuestra cultura, atacados en diez meses.

Quizá éste sea el golpe que necesitaban nuestras conciencias de europeos oxidados para decir alto y claro que hasta aquí hemos llegado, pero no soy muy optimista. Resulta realmente repugnante ver cómo, frente a la reacción impecable del socialista Hollande el viernes por la noche, el sector de la izquierda española más bolivariano y trasnochado, dedicaba más esfuerzos a culparnos a nosotros mismos de lo sucedido y a proclamar «la ternura de los pueblos» (véase el tuit de Izquierda Unida de esa noche), que a condenar la matanza. Es igualmente ofensivo imaginar qué dirán y pensarán ahora esos capillitas que decían que ellos no eran Charlie Hebdo porque eso de caricaturizar a Mahoma está feo y que, oye, los periodistas asesinados sabían que se la jugaban. ¿Creen acaso que esas posturas melindrosas les van a suponer la salvación si algún día, que ojalá no llegue, tienen a un terrorista islámico frente a sus narices?

Todo es síntoma, en definitiva, de una ciudadanía acomodada que piensa que todo esto es horroroso pero pasajero; que en lugar de entonar La Marsellesa, que estoy escuchando mientras escribo estas líneas, es mejor que nos cojamos juntos de la mano y entonemos aquello de we are the world, we are the children. Por no hablar de las amebas que abren debates absurdos sobre la conveniencia o no de ponerse la bandera francesa en las redes sociales. Hay que despertar de una vez. La fiera respuesta de los europeos no puede ser sólo poner velas, apagar las luces de la iglesia del pueblo y ponerse. ¿Lograrán los acordes de John Lennon, sonando en una estación de tren, hacer recapacitar a un suicida que esté a punto de subir a un tren para volarlo? Por favor, contestemos de manera menos salvaje, qué sé yo, con Elton John, por ejemplo. Sería para echarse a reír si no fuera para llorar, porque es triste ver cómo una sociedad que sale a la calle y se deja la garganta para evitar que un equipo de fútbol baje de categoría, o que brama porque le quitan una paga extra, es incapaz de organizarse y exigir una respuesta contundente contra la barbarie que amenaza nuestras libertades, nuestra democracia y nuestra cultura.

Al hilo de esto, si me permiten una recomendación, lean a Houellebecq en su magnífica Sumisión. En esta novela, el autor francés se pregunta si nosotros, como los romanos, no tendremos también un deseo de desaparecer, una fisura secreta. Estoy casi seguro de que esa fisura es el gen de la autodestrucción, que se manifiesta por la vía de la idiotez humana. Se trata de un relato clarificador, potente y con un interesante análisis de hacia dónde vamos en nuestra decadencia. El protagonista del libro habla también de esos intelectuales, profesores universitarios que reflexionan desde su atalaya, ya sea desde la Sorbona, como en el libro, o desde el menos glamuroso campus de Espinardo, observándolo todo con un desdén de superioridad, dado que no son capaces de imaginar, parafraseando a Houellebecq, que una evolución política pueda tener el menor efecto en sus carreras, sintiéndose absolutamente intocables.

Son precisamente esos pensadores, que sólo encuentran predicamento en la escombrera intelectual en que se ha convertido gran parte de nuestras universidades, los que hacen una llamada a la calma y a la reflexión, a tomar decisiones en frío, no sé si en un iglú o un secadero de jamones de Trevélez. Pero son también muchos los periodistas, aspirantes a ese halo de autoridad que creen que les da la intelectualidad subvencionada, los que en el espeluznante recuento de asesinados, cuentan como tales tanto a los jóvenes ejecutados en la sala Bataclan como a los terroristas abatidos por la Policía. Entre unos y otros, durante estos días ha sido casi imposible seguir la información en los medios y en las redes sociales sin tener al lado una palangana para las náuseas.

Pese a todo, decía al inicio del artículo que a lo mejor estos atentados son el susto definitivo que necesitamos. Estamos en guerra, diferente a las tradicionales, pero guerra al fin y al cabo. Hay que acabar con quienes son una amenaza para nuestra civilización, no por venganza, sino por justicia y supervivencia. Estamos aún a tiempo de evitar que la indignación derive pronto hacia la melancolía. En lugar de eso, debemos reconducir esos sentimientos hacia la acción conjunta y decidida tanto en Europa, claro está, como donde se esconden y entrenan los asesinos que también masacran a las poblaciones civiles de esos países. Ha llegado el momento de que nos demos cuenta de que merece la pena luchar por Occidente, de entender que la defensa de nuestra civilización es una causa justa por la que despertar del letargo.

Esto es la guerra. Y hay que ganarla.