Hace unos días tuvo lugar la puesta de largo del Club de Debate Universitario de la UCAM con la celebración de un intenso debate de exhibición en el que participaron ocho de los mejores oradores universitarios del mundo hispano hablante. La cuestión propuesta fue si se había de combatir el yihadismo mediante la intervención armada. Durante cincuenta minutos cuatro oradores defendieron la intervención armada, mientras que los otros cuatro argumentaron en contra de la misma, sea cual fuere la convicción personal que cada uno tenía ante la cuestión planteada. En este tipo de debates el orador debe fundamentar sólidamente sus argumentos y exponerlos de manera persuasiva durante un tiempo limitado, tratando a la vez de refutar los argumentos contrarios. Poco sospechábamos entonces que la cuestión planteada de manera teórica se convertiría pocos días después, merced a los atentados de París, en el eje central del debate político internacional.

No es la primera vez que el terrorismo yihadista golpea con crueldad a Occidente. Antes de París, fueron Nueva York, Madrid y Londres las ciudades que sufrieron ataques terroristas de enorme magnitud. Tampoco Occidente es la única víctima del islamismo terrorista. En Siria, en Nigeria, en Líbano o en Turquía, y en muchos otros países, los cristianos y quienes no siendo cristianos se resisten a aceptar las reglas de vida extremas que propugnan los integristas islámicos son masacrados casi a diario. Hemos visto degollar en directo a periodistas occidentales, a ingenieros civiles secuestrados, a cooperantes internacionales y a sacerdotes cristianos que se encontraban en las zonas de conflicto para prestar ayuda a quienes lo necesitaran, todos ellos asesinados por la simple razón de no ser como sus asesinos. Hemos visto a cientos de personas quemadas vivas por el simple hecho de ser jóvenes estudiantes en una modesta universidad de centroáfrica. Hemos sabido de cientos de niñas que fueron raptadas para ser prostituirdas y, luego, ya no hemos sabido nunca más de ellas, posiblemente abandonadas en mitad del Sahara para sufrir una muerte atroz. Hemos contemplado horrorizados los cuerpos rotos de sus víctimas en atentados cometidos en casi cualquier parte del mundo. Hemos visto una y otra vez la cara del horror, aquel horror ciego y obsesivo, irracional, que susurraba el coronel Kurtz en Apocalypse Now y, antes, en El Corazón De Las Tinieblas, de Joseph Conrad.

Quiero recordar que la brillante actuación de los debatientes en favor y en contra de la intervención armada contra el yihadismo se saldó con un merecido empate, pues tan sólidos y convincentes fueron los argumentos empleados por unos y otros. Sin embargo, hace tiempo que no estamos frente a un debate racional y educado, ni siquiera ante un episodio de buenos y malos de esos que pueblan la historia, en el que los malos también tienen sus razones y su corazoncito. No hay buenos y malos, sino verdugos y víctimas. Creo sinceramente que, como cristiano, debo perdonar a quien me ofende, a quien me hiere y aún a quien me mata, pero ¿debo ofrecer mi mejilla a quien mata a mi hermano? Dicho de otra manera, yo como individuo debo ser capaz de perdonar, pero la Humanidad no tiene el derecho a hacerlo.

Lo ha dicho Francia y tiene razón: estamos en guerra, y no porque el razonable Occidente la haya declarado sino porque la sinrazón yihadista nos la ha declarado a nosotros.

No queda más camino que el de hacer la guerra contra quien nos la hace, pero si queremos ganarla hemos de saber a ciencia cierta qué es lo que vamos a defender. Para eso no estaría de más que, como ha dicho Angela Merkel, los europeos volviéramos la vista a Dios.

Y ahora, querido lector Malasombra, apedréeme si quiere.