En un túnel del metro cercano a la Torre Eiffel pasamos algunos de los minutos más tensos que hemos vivido juntos. Pilar y yo salimos del tren y nos dejamos llevar por una masa ingente de comandos de adolescentes que se movían entre la marabunta de la celebración de la Reveillon en París, el 31 de diciembre de 2006. En aquel año París era noticia por la quema de coches y los disturbios en los barrios periféricos. Aquellos quinientos metros de túnel con el techo bajo, exactamente igual que el que hemos visto estas horas repleto de aficionados al fútbol cantando una emotiva Marsellesa, se nos hicieron eternos.

Apretujados, nos llegaban oleadas de chavales dislocados peleándose, haciendo aspavientos, rozando la estampida, como si en cualquier momento fuera a sonar una explosión o a producirse una desgracia. Nos miraban directamente y nos gritaban consignas en un idioma entre el árabe y el francés.

La ciudad estaba tomada por el Ejército. Había barricadas en calles cortadas, blindados y militares con metralletas custodiando bocas de metro y las grandes avenidas. El peligro se podía respirar en el ambiente. No pudieron doblegar nuestras ganas de disfrutar París, y lo disfrutamos, claro que sí, pero nos llevamos un recuerdo de un París reflejo del aquel. Un París en el que estaba pasando algo a fuego lento.

Es una experiencia lejana, si lo analizamos con la visión de nuestra corta vida, pero en la historia es un mismo periodo, lo que ocurrió en 2001 en Nueva York, y hasta lo del 13N en París. Una guerra mundial cuyas trincheras están llenas de inocentes, cuyos ejércitos son silentes y cuyas batallas se libran, sobre todo, en la capacidad de actuar en profundidad, sobre todo en Occidente.

Nos quedamos con todo lo bueno de aquel viaje, pero el recuerdo de ver tan cerca metralletas y trincheras de espino, y aquellas bandas corriendo por las calles sin rumbo, con miradas de odio, no tenían pinta de que fuera flor de un día. Es imposible que en una ciudad abierta y moderna como lleva París siendo más de un siglo, no haya caldo de cultivo para quienes hacen esta guerra mundial, aún más absurda que ninguna otra (como todas).

Aquella Nochevieja brindamos con champagne y nos tomamos las uvas en el corazón de Francia, juntos y muy abrigados, dejamos el miedo a un lado y nos lanzamos a celebrar sin prejuicios. Si algo nos enseñó París, y su reflejo, es que no hay que rendirse. Durante muchos años París ha sido ejemplo de convivencia. Si hay algo que se pierde, además de muchas vidas de inocentes, es esa conquista social, que urge, por encima de todo, recuperar (como sea). #Parisneserendpas Vale.