Cuando vemos a los niños espatarrados en el sofá y ensimismados en el televisor, la play, la tableta o el teléfono, algunos recordamos un tiempo en que la vida del zagal era un tanto silvestre y los juegos infantiles tenían lugar en la calle, y no en el salón. La imaginación de los participantes creaba el juego cada día, y su repetición lo hacía costumbre y tradición; pero siempre sometido al grupo, donde se asignaban papeles y jerarquías según la capacidades o simpatías del individuo. Por eso, había juegos que, más que eso, eran pruebas que medían el valor o la fuerza de los participantes y, en definitiva, su perseverancia para aguantar en el grupo.

Entre estos juegos asilvestrados y políticamente poco correctos, el malculillo, variante un tanto arriesgada del manteo, consistía en columpiar a la víctima cogida de las manos y los pies, con el riego inminente de que el culo rozara con el suelo, o fuera metido en un charco, o sencillamente lo soltaran de golpe, mientras se cantaba algún estribillo alusivo al evento, como el que dice: «Malculillo, malculillo, / corre, corre que te pillo».