o me pilló de sorpresa el que antes de subirse al escenario del teatro de su pueblo y de volver a hacerlo al día siguiente dijera: «Espero cantar bien, como lo intento siempre. El artista ha de transmitir emoción, pero no tiene que estar emocionado. Si está, lo hace mal».

Y no me sorprendió porque tuve la inmensa fortuna de verlo actuar desde una fila privilegiada el 5 de febrero del 76 en Madrid y allí, en medio de un ambiente cargado de emoción, de tensión por el tremendo despliegue policial que rodeaba el pabellón, de ganas de empujar el proceso, de emotividad, de reclamación desgarrada de amnistía y libertad, sobresalió allá arriba, al fondo, la figura del hombre tranquilo enlazado a su guitarra, focalizando toda la energía hacia las letras de sus canciones.

La presencia entre los asistentes de Celaya y Amparitxu, de Marcelino Camacho, de Felipe versus Isidoro... subió el termómetro hasta una temperatura imposible de olvidar, pero lo más emocionante continuó siendo el temple del cantante aquel de Xátiva, que, sin perder la compostura, fue capaz de centrarse única y exclusivamente en su papel.

Finiquitado el recital, conseguí filtrarme por el mogollón hasta el vestuario, donde, a pesar de ser el último mono, el cantante hizo un aparte para trasmitirme sus sensaciones. Las del equipo gubernamental fueron que aquéllo constituyó no sé qué oprobio al rey y se fundieron de un plumazo las tres noches siguientes. Raimon ha tenido que esperar estos años hasta ser desagraviado en su propia tierra donde, casi sistemáticamente, se le ha negado el pan y la sal, acusado de catalanista entre otras razones de peso.

Ahora es posible que donde lo tenga mal sea en el otro sitio porque, por el independentismo, él no pasa. Es el drama de los que siempre han practicado la coherencia y se han vestido por los pies. A quién se le ocurre.