Tal vez la palabra maestro sea una de las que más respeto y admiración nos deberían causar cuando la utilizamos por lo que supone -o debería suponer, ya saben que esto va por países- de trascendente para la sociedad. Yo suelo recordar a varios maestros que tuve y, a continuación, explico que también me dieron clases muchos profesores a lo largo de mis años de juventud. Pero lo hago con una entonación distinta para que mi interlocutor entienda la diferencia que para mí existe entre los dos sinónimos, en los que los matices marcan la calidad de la formación recibida de la mano de unos y otros. Como en todas las profesiones, siempre ha habido buenos y malos docentes, pero es indiscutible a estas alturas que la educación es uno de los pilares sobre los que se asienta el futuro de cualquier país y que su cuidado y potenciación influye en el desarrollo de la comunidad.

El novelista Antonio Muñoz Molina escribía hace poco que, de un tiempo a esta parte, «la política consiste sobre todo en hablar a gritos de la política». Y añadiría yo: «con el fin de que no se escuche ningún otro debate sobre cualquier tema probablemente más importante para todos, excepto para los políticos». Pero probablemente hemos entrado en una dinámica en la que todo es política. Y casi todo es ruido y estridencia. Y esta semana se colaba en la algarada del día a día un tema de capital importancia para todos: el ministerio de Educación ha encargado al filósofo José Antonio Marina la elaboración de un Libro Blanco sobre el profesorado, que puede servir como base de un futuro Pacto de Estado por la Educación y que estará terminado a finales de mes. Marina ha tenido que aclarar el contenido del trabajo porque los medios de comunicación, obligados como estamos a destacar titulares, subtítulos y sumarios, hemos puesto el foco en algunos de los aspectos sobre los que trabaja (los profesores deben cobrar en función de los resultados, por ejemplo) y han quedado en penumbra otros muy interesantes. El problema surgirá si los representantes de los partidos no son capaces de firmar un acuerdo nacional que acabe con la incertidumbre sempiterna que ha acompañado a la enseñanza en España.

Leía esta misma semana el extraordinario cambio que se ha operado en países como Singapur después de que sus dirigentes políticos decidieran, a finales de los 60, superar el subdesarrollo en el que vivían mediante la inversión en educación de sus jóvenes generaciones con el fin de catapultar al país hasta ser hoy una de las economías más pujantes del planeta. Y lo han conseguido. Una de las decenas de entrevistas que ha escrito la redactora Amalia López sobre Educación fue a una profesora finlandesa, cuya sentencia fue elevada a titular: «En mi país no hay estrés a la hora de elegir colegio, porque son todos igual de buenos». ¿Creen ustedes que, dentro de una generación, un profesor español podrá contestar en estos términos ante la misma pregunta que le formulara un periodista en el extranjero y podrá presumir de que la enseñanza funciona para los profesores y, sobre todo, para los alumnos?