Recuerdo como si fuera ayer aquella estampa del consejo familiar en torno a la cama del niño postrado y dolorido. Mientras unos apostaban por la medicina convencional de parches, emplastos, purgantes, lavativas y desahumos; otros ponderaban las propiedades milagrosas de ciertas medicinas tradicionales que curaban como por ensalmo una pulmonía, un dolor de madre o una quebrancía. Había, según unos, que avisar al rezador, que remediaba toda clase de dolores y daños, incluidas las verrugas más pertinaces, con una oración; según otros, al curandero, que con una simple botella de agua, de misteriosos origen, pero de efectos curativos radicales, como si del bálsamo de Fierabrás se tratara, resucitaba al enfermo ya desahuciado con unos tragos del benéfico remedio. Aunque finalmente se acordó que había que darle pasás. Para ello, bastaban unas manos diestras con que aplicar un suave masaje sobre la zona dolorida del enfermo que transmitiera la gracia del sanador, que era como una letricidad que ahuyentaba dolamas y malengues, sin otro requisito que el paciente no fuera un descreído y gratificara con largueza al curandero, en cuyo caso las pasás lo dejaban nuevo y bien dispuesto.