Tengo un amigo hostelero que intentó ser torero. Desde niño mantenía una pasión incontrolada por todo lo relacionado con el mundo taurino. Durante años tomó clases y se preparó físicamente. Cuenta que el primer día que se colocó ante un toro de verdad, el animal lo miró con ojos de pocos amigos y, bajándole la cabeza, le mostró las astas. ¡Le parecieron descomunales! Pero lo que le hizo tirar el capote y correr en busca de refugio en el burladero fue cuando la bestia pisó con fuerza el suelo: todo el albero de la plaza tembló como si hubiese sufrido un terremoto de gran magnitud. Por culpa de aquel pisotón, los amantes del toreo perdieron a un gran diestro; pero, también, gracias al gesto de aquel toro, los amantes de los bares y el buen pulpo al horno ganamos a un gran hostelero.