Con la serenidad que da el paso del tiempo, me atrevo hoy a comentar un asunto que hace más de un mes estuvo en boca de todos, ´el caso de la niña gallega de 12 años´; sus padres, para conseguir que su hija muriera con la dignidad que ellos querían, tuvieron que soportar, además del dolor, un sistema burocrático increíble: médicos del hospital correspondiente, comité de bioética, juez, más médicos, forenses€ ¡Increíble!

Los padres solicitaban únicamente evitar el sufrimiento de su hija. No solicitaban nada contrario a ley, pues la de autonomía del paciente, de 2002, establece que «todo paciente o usuario tiene derecho a negarse al tratamiento», y añade que puede «revocar libremente por escrito su consentimiento a un tratamiento en cualquier momento». Por otra parte, el Código Deontológico de la profesión médica dice: «El médico no deberá emprender o continuar acciones diagnósticas o terapéuticas sin esperanza de beneficios para el enfermo, inútiles u obstinadas. Ha de tener en cuenta la voluntad explícita del paciente a rechazar dicho tratamiento para prolongar su vida. Cuando su estado no le permita tomar decisiones tendrá en consideración y valorará las indicaciones anteriormente hechas y la opinión de las personas vinculadas responsables».

Llegado a este punto, hago la siguiente pregunta: «¿Qué haría usted si un familiar, un ser muy querido, estuviera muriendo con un dolor prolongado y agónico y/o su mal no fuese reversible?». Piénselo detenidamente€ Un poco más, por favor, no se precipite. Ojalá y nunca tenga que enfrentarse a una situación similar. Lo digo y lo escribo con conocimiento de causa. En dos ocasiones a lo largo de mi vida, de momento, me he visto cara a cara a sendas situaciones en las que hubo, por lo menos, que hablarlo con mucha serenidad y decidir.

Hay que tener presentes dos variables en una ley nacional de muerte digna: voluntad del paciente y evitar el sufrimiento, para que todos los enfermos reciban el mismo tratamiento; de lo contrario pudiera ocurrir que hubiese migraciones de una Comunidad a otra para poder descansar en paz. Por ejemplo, en Estados Unidos la eutanasia (un médico administra una combinación de fármacos letal a un paciente que lo ha pedido reiteradamente cuando está ya en situación terminal y tiene sufrimiento físico o psicológico) es legal en Vermont, Washington, Montana y Oregón; en el resto, no. En California acaba de aprobarse la ley de suicidio asistido (consiste en facilitar a un enfermo terminal los medicamentos -generalmente varios con efecto inhibidor del sistema respiratorio y el cardiovascular, además de un antihemético- para que se quite la vida); por lo que hay que trasladarse de otros estados para solicitar la muerte. En España son ilegales ambas prácticas.

Todas las opiniones son respetables y hay que tenerlas en cuenta, pero que nadie se arrogue la autoridad de decidir como debemos morir y cuando. Esto corresponde únicamente al paciente y a sus familiares más íntimos. Y nadie debe poner zancadillas para prolongar el doble sufrimiento al que una familia, en esta situación, se ve sometida (dolor por el ser querido enfermo y dolor al mendigar algo que, en definitiva, es cuestión de humanidad).

Seamos capaces entre todos de conseguir prácticas que hagan menos duro el tránsito a la otra dimensión. Esto es fijo, pues estamos de paso y el final es la muerte y la muerte está tan segura de su victoria que nos da una vida de ventaja. Por lo menos no le demos la satisfacción de vernos sufrir. Muramos con una sonrisa en los labios.