Convocadas oficialmente las elecciones del próximo 20 de diciembre, las fuerzas políticas vienen señalando la corrupción y la desigualdad como los grandes problemas que atenazan al país, pero salvo alguna excepción ubicada en el rincón izquierdo de la oferta electoral, circunscriben estas lacras a la acción de gobierno del PP. Lo cierto es que no son resultado del quehacer de un Ejecutivo concreto, sino un problema sistémico, que involucra al bipartidismo y sus aledaños.

Abordemos la cuestión de la desigualdad. Ésta se fundamenta en un elevado paro estructural, en unos salarios muy bajos en las escalas inferiores y en una insuficiencia recaudatoria de la Hacienda pública consecuencia de que los ricos apenas pagan impuestos. Pues bien, una propuesta de cambio no puede contemplar una medida muy distinta a la de utilizar decenas de miles de millones de euros, obtenidos de una presión fiscal sobre las rentas altas similar a la de los países de nuestro entorno, para crear más de un millón de puestos de trabajo públicos (el sector privado no los crea) en sanidad, educación, dependencia, servicios sociales y mantenimiento de infraestructuras y equipamientos. Ese volumen de empleo público tiraría de la demanda y generaría un número muy importante de puestos de trabajo en el sector privado, de manera que nuestro nivel de desempleo se situaría en la media europea.

Considero un error destinar esos recursos a crear una renta de inserción en las familias sin ingresos; éstas necesitan empleos, no subsidios. La cultura del subsidio se contrapone a la del trabajo, desincentiva la búsqueda de empleo cuando el aporte se acerca al salario mínimo, enquista la dependencia de las subvenciones y absorbe recursos que se deben destinar a mejorar los servicios públicos.

Obviamente, quien no disponga de un trabajo debe disfrutar de un seguro de desempleo digno. Otro medio de crear demanda efectiva, y por tanto empleo, es ajustar nuestro salario mínimo a la renta per cápita. La propuesta de 800 euros formulada tanto por Podemos como por los sindicatos es manifiestamente insuficiente.

Nuestra renta per cápita es inferior a la francesa en un 15%, por lo que nos correspondería un salario mínimo proporcionado en ese porcentaje al galo, lo que supondría un importe de algo más de 1.200 euros. Plantear un salario mínimo de 1.100 euros si de algo peca es de sentido de la responsabilidad, y no parece de recibo la propuesta de emplear fondos públicos para subvencionar los costes salariales de las empresas. Ese dinero se debe destinar a crear empleo.

Otro problema sistémico es el que hace referencia al coste de la energía, que lastra la competitividad de las empresas y condena a la pobreza energética a muchas familias. Dicho coste se debe al régimen de oligopolio que impera en el sector y a la connivencia entre éste y las clase política del bipartidismo a través de las puertas giratorias. Como quiera que es imposible el libre mercado en un área donde los obstáculos a la entrada de nuevas empresas son enormes, la única vía hacia una competencia que tire hacia abajo de los precios y atienda situaciones de emergencia social no es otra que la nacionalización de una parte de las empresas energéticas. Una banca pública se precisa por razones similares, aunque concernientes al crédito y a la financiación de la economía productiva.

Si resulta imposible que el bipartidismo aborde la desigualdad porque se inserta en ella estructuralmente, con la corrupción pasa otro tanto, prueba de lo cual es que todos los partidos de aquel están afectados por este mal. Sin cambiar la ley electoral, la ley de financiación de los partidos políticos, la ley de contratos de las administraciones públicas, los mecanismos de adjudicación de obras y servicios y los sistemas de incompatibilidades, además de hacer efectiva una verdadera separación de poderes, no hay cambio que valga en este ámbito.

En resumen, el 20 de diciembre no basta con cambiar de Gobierno para superar la desigualdad y la corrupción: es preciso cambiar de Régimen.