Por algunos rincones de Murcia aún se oye como una queja sempiterna «con Franco se vivía mejor». Dan ganas de contestar que sólo algunos, pero quienes lo dicen ya son rara avis. La última generación de este país no sabe quién era y para más de la mitad de las otras, no es más que un recuerdo poco definido. La banca que sostenía el régimen se ha renovado, pero sigue gobernando igual o más, después del hundimiento y reconversión de las cajas de ahorros. Los cuadros de los partidos mayoritarios y algunos minoritarios, siguen conservando apellidos franquistas de rancio abolengo. Pero no son los nombres, sino las conciencias.

El Código Penal es buen ejemplo de la evolución y de la involución de las preocupaciones sociales. Para muestra, un botón: la conducción sin carné era en el antiguo régimen una falta, en buena técnica, pues se trata sólo de un título habilitante y no demuestra ninguna pericia. Pero hoy se ha elevado a la categoría de delito. En cambio, el intrusismo profesional, mucho más dañino, se tiende a despenalizar, salvo en el sector sanitario. Los sectores sensibles aún conservan cierto prestigio punitivo y académico. Ni siquiera el llamado Plan Bolonia se ha atrevido a meter la tijera en Medicina, pese a haber esquilmado los grados universitarios en horas y en asignaturas. ¡No me toquen la salud!

Sin embargo, hay cosas que no cambian, como dice el tango de Enrique Santos Discépolo, cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón. En el cambalache del siglo XXI, el mediático de micrófono se convierte en pontífice laico. Y si el pontifex era en Roma quien tendía los puentes -entre lo terrenal y lo divino-, hoy nos conducen un pasado no tan remoto. El último papa inquisidor -fue prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, nombre moderno de una institución antigua y mal afamada- abdicó para dejar paso a vientos modernos que cuestionan viejos dogmas, pero España siempre fue la reserva espiritual de Occidente.

Si políticamente recuperamos el tiempo de los reinos taifas y cada Comunidad autónoma tiene su reyezuelo, los españoles -también quienes no quieren serlo- recuperan la Inquisición, pues cada uno de nosotros luce, a poco que se rasca, un Torquemada muy particular. Las televisiones y las emisoras se llenan de contertulios y cada uno se siente con más conocimientos que Ortega y Gasset. Los nuevos gobernadores de cualquier ínsula Barataria se hacen fuertes sin tener el juicio de Salomón que sí tuvo Sancho Panza: auméntense las penas para los maltratadores de animales, para los violentos de género -sólo los de un sexo-, para el latrocinio filatélico o para el colutorio alcohólico.

Mientras, el gobernante de turno las aumenta para aquello que le ´motiva´: la difamación de políticos, las manifestaciones ilegales o la copia pirata -la ´motivación´ del lobby poderoso de las grandes multinacionales-.

En la centenaria Universidad de Murcia nos enseñaron los principios del Derecho Penal moderno, empezando por el de mínima intervención, que propugnara Klaus Roxin: sólo deben ser delito las conductas graves socialmente reprochables. Pero el Derecho Penal postmoderno vuelve a la casuística y al crimen del hurto famélico. No beba, puede matar a alguien; no fume, puede matarse usted; es la dictadura sanitaria. El ciudadano medio es un delincuente en potencia, porque la desmesura está penalizada. Y cada asociación de damnificados, por exigua que sea, se siente con derecho a pontificar por boca de su portavoz, sea folclórico o intelectual, aspirante a político, colchonero o rey de bastos, siempre termina pidiendo un aumento de las penas para aquello que le molesta.

Mientras tanto, Demóstenes debe guardar su corona, aquella que le concediera la Atenas decadente por oponerse a Filipo de Macedonia y que luego se empeñara en convertirla en delito un vulgar pelota de Alejandro Magno. El laureado defendió a su proponente, al que habían acusado de traición. Pero eran tiempos distintos, hoy no estamos para tantas complejidades. Incrementen las penas para mi enemigo y conviertan en delito su conducta. Lo juro por los que murieron en el desfiladero de las Termópilas, decía Demóstenes en su discurso pro corona; pero aquellos trescientos de Leónidas que fueron encumbrados por el Genio de la Oratoria como paladines de la libertad de Occidente, frente a los bárbaros persas, representarían hoy una manifestación ilegal. Si levantaran la cabeza no sabrían cómo enfilar su falange de hoplitas contra los inmortales de Jerjes. Los inmorales nos han igualao, cantaba Julio Sosa la letra de Discépolo.