Muchos, llevados de una falsa creencia, pensarán equivocadamente que los habladores silvestres, dada nuestra rusticidad y escaso apego a las letras, si ya maltratamos la prosa, recurriremos a pocas licencias poéticas en nuestro hablar. Pero si un día se despiertan muy temprano y, aún oscuro por todo el mundo, se asoman al balcón o se adentran en en la soledad del campo, serán testigos de la batalla perdida de las tinieblas con la luz, que se anuncia con los rosados dedos de la aurora señalando, como si surgieran de la nada, los perfiles de las cosas. Entonces sabrán que es al pintar del día, como nuestros habladores, testigos del prodigio diariamente repetido, llaman al momento en que los mil colores de la paleta de la aurora van creando la imagen del paisaje que emerge del misterio nebuloso de las sombras. Aunque los que madrugan para la guarda del ganado, el laboreo de la tierra o el viaje tempranero al pueblo, preocupados por situar sus acciones en una referencia temporal precisa, quizá no piensan en la fineza y la poesía de su hallazgo. Ni falta que les hace.