Si no han oído nunca este estruendoso vocablo, su son estentóreo ya les anuncia que no dirá nada bueno de aquel a quien se le aplica. Si pedimos pelos y señales de este espécimen, siempre masculino, en el suroeste murciano nos dirán que es un simplón, un tonto de marca mayor, de mente tan cerrada y obtusa como el hueso de la fruta y tan poco sólida como el pedo gordo, ambos llamados cuesco. Pero nadie se plantea la veracidad de esta supuesta etimología a la hora de mirar mal al prójimo, aunque realmente no sea tan así: nuestro sobrino es un cacicuesco porque lleva atascados los estudios, tacharemos de cacicuesco al dependiente de escasa diligencia e incluiremos en la categoría a todos los que queramos presentar como duros de mollera; pero sin dejar fuera a los que simplemente nos caen mal. Porque, como otros muchos vocablos peyorativos, se suele utilizar como arma arrojadiza para herir al de enfrente, quien, si es tan intolerante como nosotros, quizá nos tache de lo mismo. Que no hay medida que establezca con certeza dónde empieza y dónde acaba la torpeza del cacicuesco.