Recuerdo que, cuando era niño, un peculiar cliente visitaba cada sábado nuestra mercería. Se trataba de un hombre al que le faltaba media oreja. Desde detrás del mostrador, yo lo miraba con disimulo y esperaba a que se marchase para pedirle a mi padre que me contara una vez más cómo había perdido el trozo de oreja. Fue durante una pelea en un bar. Un vecino de tierras le reprochó el haberse apropiado de un palmo de su terreno durante el último labrado. Comenzaron a elevar la voz, primero; y luego, a agarrarse de la solapa. Finalmente, cuando rodaban por el suelo, el vecino logró propinarle un bestial mordisco que le seccionó la oreja. Hubo gritos de dolor y mucha sangre, pero el trozo de carne no apareció. En el cuartel de la Guardia Civil, el contrincante alegó que al igual que su vecino se había tragado el palmo de tierra, él había hecho lo mismo con el trozo de cartílago. Ojo por ojo.