A propósito de esta palabra, nosotros podríamos repetir lo que dijo don Quijote a Sancho cuando el escudero se quejaba de la dilación en su nombramiento como gobernador de la ínsula: «Aún hay sol en las bardas», para sugerirle que no era tarde, que todavía estaba a tiempo de serlo, igual que los últimos rayos de sol reflejados en las bardas indican que aún es de día. Si embargo, hoy casi nadie entendería el qué del voquible ni la gracia de la frase que anunciaba una esperanza, casi siempre efímera y vana. Porque ya no hay apenas bardas como las verdaderas, que con grandes ramas de espino, de arto o de baladre, o con una espesa trama de albardín acotaban y protegían el corral del ganado, el pequeño huerto de naranjos o los bancales de hortalizas. Hoy las propiedades se cercan con macizas y puntiagudas rejerías cuyos vanos se cubren con paneles de material sintético, y ya no se les llama bardas sino setos, vallados o tapias. Así que, para pesadumbre de don Quijote y nuestra, abandonemos toda esperanza, porque huelga decir que «aún hay sol en las bardas».