Aquí lo que pasa es que todo el mundo es más listo y más bueno que nadie. Que por aquí te encuentras al que se rasga las vestiduras si lee o escucha la palabra imputado, pero cuando puede aparca en plaza de discapacitados (hay que ser basura), le echa una mano al coleguita o familiar que le hace falta pasta (aunque sepa que es un necio) y, si le es posible, se la cuela al bien común, o sea lo que debería ser Hacienda en un mundo idílico. Vivimos tiempos de aleccionadores morales, que a mí me recuerdan a la vez que Franco (que me perdone aquél por dar «la murga» con la memoria histórica), recordando en una ocasión batallitas con los compañeros de Academia, y al mencionársele el nombre de uno que después se fue por el 'mal camino', comentó: «Ah, sí, a ese luego lo fusilaron los nacionales». Como si no fuera con él la cosa. Lo que quiero decir es que observo en lo que me rodea un cinismo que resulta hasta grosero y una preocupante autocomplaciencia con nosotros mismos que contrasta con la perfección que exigimos a los demás. Se habla de que es necesaria una regeneración política, pero también hace falta una regeneración social. Hombre ya.