Dentro de las imágenes potentes a las que estamos enfrentándonos, la de Johan Cruyff con cáncer de pulmón es otra de ellas. El año que dejó de fumar tras ser intervenido a corazón abierto al presentársele una insuficiencia coronaria de aúpa fue el mismo que mi padre sufrió el hachazo en el que lo perdimos para los restos. Estando en la clínica ante aquella sombra del pedazo de tío que siempre había sido, le hice un gesto con la cabeza al joven doctor indicándole si estábamos ante un viaje con retorno, a lo que, cogiéndome del brazo, me llevó atentamente sin decir palabra hasta su despacho donde me mostró la placa de los imperceptibles pulmones, cubiertos hasta el cuello de una densa capa. Volví a a la habitación rememorando la primera vez que con unos añitos me dejó bajar solo a la calle desde el tercero para comprarle el periódico y, cómo no, tres cajetillas de Cheste sin boquilla, su media de consumo diaria.

A pesar de que durante una larga temporada me estuve yendo por las noches con una fatiga de aquí te espero proveniente de la montaña de colillas almacenadas alrededor, jamás he oficiado de talibán pero voy a aprovechar hoy la circunstancia. No solo nunca me he revuelto contra los fumadores, sino que, por el contrario, un periodista que no fuese fumador empedernido levantaba sospecha. Más de uno se consideraba capaz de realizar su tarea sin la máquina o el ordenador pero no se veían poniendo a parir al dirigente de turno sin poder pegar una calada por lo que, al pasarlo de puta pena, igual hasta se pasaban de frenada.

De jugador, El Flaco era poesía. Mi hija, que un espectáculo es y que de peque le escondía el tabaco a la madre, es la que fuma de la familia. Y claro, mientras aún gozo rememorando los cambios que imprimía Johan por su banda, ahora resulta que con el de la niña echo humo.