«No me hagas», podrían decirle los indígenas del territorio suroccidental si usted decía o hacía cosas chocantes o molestas, y usted se pondría muy atento y aguzaría el oído para entender el resto de esta frase apelativa. Pero no habría tal, porque no me hagas era una expresión completa en sí misma, que traducía la sorpresa o el desagrado ante lo dicho por el interlocutor: si alguien nos pedía un favor imposible, si decía que había visto un burro volando o si confesaba que le había tocado el gordo de la lotería, nosotros podíamos expresar nuestro rechazo o nuestro asombro con un rotundo «No me hagas». Aunque les diré que no me hagas tenía mucho de expresión recatada y eufemística, un tanto cursi, que se solía escuchar más bien en conversaciones de mujeres; mientras que los hombres, más rudos y desconsiderados, se inclinaban por completarla (por ejemplo, con ´la puñeta´) o sustituirla por otras de tono más bronco y desapacible, que aquí no vamos a citar. Pero este giro anda ya perdido y olvidado, porque ahora ni siquiera las mujeres gustan de estas elipsis y delicadezas expresivas.