A diferencia del ministro García-Margallo, yo sí conozco a mis vecinos del 4º y puedo afirmar que son unas personas estupendas. El ministro ha declarado indirectamente que no conoce a sus vecinos del 4º ni mantiene trato alguno con ellos, salvo el del saludo que las normas de cortesía obligan cuando se encuentran en el ascensor. Según sus propias palabras, ese conocimiento y ese trato o su ausencia son exactamente los que tiene con el también ministro Montoro. De estas declaraciones puede deducirse con facilidad que García-Margallo es un individuo exquisitamente selectivo a la hora de establecer sus relaciones y ese rasgo de exigencia no debe extrañarnos en alguien que, dicho sea de paso, como él ha hecho, ha estudiado incluso en Oxford. Desde ese nivel de excelencia bien puede calificar de ágrafo a un colega que total sólo es un mandado para salvar las cuentas de quienes han vivido y siguen viviendo por encima de nuestras posibilidades.

Sospecho que mis vecinos del 4º no serían del agrado del muy ilustrado e ilustre ministro García-Margallo, ni siquiera para cruzárselos en el ascensor. Claro que ésta es una posibilidad más que remota porque a mis vecinos la cuantía de sus ingresos no les da para vivir en un edificio con ascensor. Estoy segura, en cambio, que mis vecinos del 4º molestarían en grado sumo a otro personaje igualmente excelente en lo suyo, un defensor de aquellos valores inmutables que Torquemada supo imponer con mano dura. Monseñor Cañizares, arzobispo de Valencia, si lo dejaran, no le quedaría a la zaga a Torquemada, pero lamentablemente para él corren otros tiempos, unos tiempos de relajación y de permisividad en los que tendría que tragar con mis vecinos del 4º, que son senegaleses y musulmanes, es decir, un peligro para nuestra civilización.

La civilización que el cardenal Cañizares defiende, esta para la que los emigrantes y refugiados son un «caballo de Troya», es la civilización en la que Dios permite que los banqueros sin escrúpulos, buscando únicamente su propio beneficio, arruinen sin pestañear a personas decentes, a familias trabajadoras y a países desgraciados. La misma en la que Dios premia a quienes se han cargado de un plumazo la cultura de los derechos laborales y de los derechos humanos. La civilización del cardenal Cañizares es esta en la que Dios consiente que los curas sean pederastas sin tener que rendir cuentas ante la Justicia. Sin embargo, estoy segura de que el cardenal Cañizares y sus compinches lamentan que quienes practican la homosexualidad con adultos fuera de la protección de la Iglesia, no puedan ya ser castigados con la hoguera.

En la civilización que el cardenal Cañizares defiende, mis vecinos del 4º no serían mis vecinos, habrían muerto de miseria en su tierra que es donde Dios los situó, porque Dios situó a los negros en África y les dio las guerras, las enfermedades y el hambre. A los blancos los situó en Europa y les dio riquezas, a unos más que a otros, y bienestar, a unos más que a otros, y seguridad, también a unos más que a otros, pero sólo Dios sabe el porqué. Y si eso hizo Dios, los defensores de esta civilización creen que debemos cuidarla y no dejar entrar a quienes, por decisión divina, están fuera.

Lástima que el cardenal Cañizares no nos haya instruido acerca de lo que debemos hacer para salvar nuestra civilización del peligro externo. Porque sí, parece claro que no debemos dejarlos entrar, no vaya a ser que nos cambien nuestra civilización, pero no nos ha dicho cómo. Tenemos claro que no debemos abandonarnos a la compasión que nos llevaría a mirar a esos asaltadores como a seres humanos iguales a nosotros en sensibilidad y en derechos. Eso sería la perdición a la que nos quieren llevar algunos. No, hay que resistir, y si las fronteras actuales no sirven, habrá que contenerlos de la manera que sea y dejar que, mientras, actúen el invierno y el frío. Los que sobrevivan serán menos y será más fácil, ¿qué? ¿acabar con ellos?

El cardenal Cañizares estará, sin duda, de acuerdo en que Hitler prestó un servicio impagable a la civilización occidental. Nos enseñó cómo deshacernos de todos los que nos estorben o consideremos indeseables.