Una tórrida mañana del pasado julio me deslicé en el despacho de la vicepresidenta primera de la Asamblea Regional. Fue el día en que muchos quisimos ser testigos de la modificación de esa interesada anomalía democrática que suponía la Ley Electoral de la Región de Murcia.

Entramos invitados a esa misteriosa fortaleza, custodia del Santo Grial de nuestra democracia. Confieso que me sentí abrumado por el ceremonioso pavor que infunden estos solemnes espacios. De hecho, con este fin se construyeron siempre templos y palacios oficiales.

Las esencias de la democracia parecían, hasta hace poco, bien custodiadas por sucesivas mayorías parlamentarias del PP, a salvo de la imprevisible ciudadanía. Un sólido muro de burocrática sillería impedía que sus efluvios se dispersaran desde Cartagena al resto de Murcia.

Y sí, entré asustado en ese enorme despacho con mesa labrada, cuadros de artistas de la Región y metros cuadrados para alojar al ciento y la madre. Y más pasillos y más amplios despachos para que sus señorías y colaboradores puedan holgar a sus anchas, y hasta folgar si se precisase. Y el caso es que aquella era sólo el área asignada a los sospechosos tiñalpillas de Podemos, ¿cómo sería la destinada a sus peperas majestades?

En medio de tanto exceso, me sorprendió una discreta mochililla apostada en el sillón. No lucía etiqueta a juego, de esas tipo Gucci o Loewe que imagino en ala oeste de San Esteban; era más bien made in mercadillo. Me vino a la mollera aquel crítico de arte parisino quien en una exposición, horrorizado al descubrir una delicada esculturita de mimbres clásicos entre aquella, a su entender, disparatada exhibición de mal gusto, exclamó: «Donatello parmi des fauves» (un Donatello entre las bestias). La expresión debió hacerse viral en las redes de la época y dio nombre al fauvismo. Y la mochila de María López, nuestra vicepresidenta primera, representaba en ese ostentoso entorno la mejor metáfora de lo que estaba por llegar en la política regional.

Mucho ha ocurrido en unos meses de intensa actividad parlamentaria. Y sí, será difícil tomar los cielos por asalto pero, ¡tantas cosas comenzaron a cambiar en ese sanctasanctorum de nuestro sistema político! Para empezar se cambió la Ley Electoral y se marraron en julio las vacaciones de sus señorías. Vacaciones que para muchos duran veinte años.

Las armas para combatir en esta fortaleza son bien sofisticadas. En la refriega parlamentaria semanal, los contendientes esgrimen con cortesía mociones, enmiendas a la totalidad, réplicas, contrarréplicas y de vez en cuando se cuela algún PNL (proyecto no de ley), u otro sofisticado ingenio de la artillería parlamentaria al uso. Todo se cocina en una densa salsa rica en formalidades y convenientemente burocratizada. La astucia táctica de la vieja política inundó el registro de la Asamblea con infinidad de mociones al inicio del nuevo curso parlamentario.

Especialmente en aquellos temas más sensibles para la ciudadanía, y que por tanto eran troncales en el programa de los nuevos contendientes. La normativa impide presentar más de una moción sobre el mismo asunto. Se trataba de aprovechar la bisoñez de estos parvenus, apropiándose de sus ejes discursivos y evitando así que tomaran la iniciativa.

El partido gobernante ha abundado, pues, en sus clásicas mociones, modalidad brindis al sol murciano, en que dice instar al Gobierno regional a promover, por ejemplo, un pacto contra la violencia de género, en defensa del patrimonio o qué sé yo. Tema tratado, contolado, archivado, y a otra cosa. Eficaz maniobra de pinza a fin de neutralizar asuntos espinosos y erigirse de paso en impostados adalides de ciertas demandas.

Anegar a los recién llegados en esa espesa compota burocrática permite, además de encerrarlos tras los muros de la fortaleza, alejarlos del aliento vital de la calle. El único problema es que estos chicos, extraños en el paraíso parlamentario aunque brillantes en sus ámbitos profesionales, aprenden muy rápido.

Servidor, a quien tira más la cosa literaria, acaba siempre perdido entre esos prosaicos artefactos legislativos. Y si hablamos de batallas literarias, uno las prefiere a campo abierto: junto al gran Alejandro, a lomos de la caballería macedonia o a las puertas de Camelot. Envuelto así en leyendas artúricas, busco en vano el Grial por los fríos pasillos de la Asamblea Regional. Y confundo plenos, reuniones y comisiones con un trasunto de la legendaria Table Ronde. Y barrunto quijotescas gestas parlamentarias en que los nuevos diputados son esforzados caballeros andantes o agerridas damas que nada han de envidiar a Lanzarote del Lago, Ginebra, Tristán, Isolda o nuestro Amadís de Gaula. Que cada nuevo diputado se asigne paladín, que no les den molinos por gigantes. A la hechicera Morgana, esa suerte de bruja Avería del ciclo artúrico, dejémosla para la vieja política. Al sabio mago Merlín le reservo un personaje coral: la ciudadanía murciana. Él permanece en el bosque, o mejor en las plazas, donde intuye que realmente se oculta el Santo Grial. Esperemos pues que sea Excalibur, la mítica espada de Arturo, quien en forma de miles de votos en las urnas, devuelva el Cáliz de la democracia a sus verdaderos dueños.