Este que escribe aquí, en la columna a mi izquierda, se retira, muy a su pesar, de la tarea a la que ha dedicado más de cuarenta años, quizá sin entender la sana envidia que suscita alrededor. Sus compañeros se pierden el placer diario de la tertulia con quien cuenta, analiza, discute o dictamina sobre esto o aquello, sobre el detalle nimio o el suceso trascendente, con la palabra comedida y exacta, o con el verbo encendido, o con el vocablo desapacible y subido de tono, según convenga. Y sus alumnos ya no asistirán a sus clases, donde se entrevera la hondura filosófica con las lecciones de cosas o el análisis de lo que ocurre en la calle. Porque este que escribe aquí volverá al beatus ille del que cultiva amorosamente la huerta; de quien fatiga el monte en pos de la liebre o la perdiz; del que se adentra en el mar en busca del pulpo o la morena; de quien en los ratos libres lee o escribe. Todo esto sin olvidarse de descagazar a los nietos, labor encomendada de siempre a abuelos vacantes y ociosos.