El reciente hallazgo en Sudáfrica del homo naledi, una nueva especie de homínido a la que los paleoantropólogos otorgan una importancia evolutiva aún dudosa pero crucial, ha reavivado un debate apasionante: ¿Qué es lo que nos hace humanos a los humanos?.

Al parecer el bicho sudafricano en cuestión mezcla rasgos claramente primitivos, en particular el pequeño tamaño del cerebro, con otros netamente humanos entre los que destaca una morfología del pie que evidencia el bipedismo de esta nueva especie. Aunque todavía los científicos no han podido datar con exactitud la edad de este nuevo hombre, sí que parece claro que su posición evolutiva es más que interesante en relación con las posibles líneas de evolución desde nuestros remotos antepasados hasta nuestra actual condición de sapiens.

Entre otras características, el primitivismo del cerebro de homo nalendi se compadece mal, por ejemplo, con las viejas teorías que afirman que el bipedismo fue el arranque básico de una evolución tecnológica que, junto con el cambio de dieta, propició la mayor inteligencia que nos hizo definitivamente humanos. El tamaño del cerebro tampoco hace humanos a los elefantes, o nuestro manejo de los instrumentos, aunque con distinta escala de las habilidades, es común con los chimpancés y otras especies. Muchos estudiosos han apuntado otros caracteres que definen la humanidad. No es filosofía sino ciencia cuando señalan a la capacidad trascendente, la empatía, el lenguaje o la crueldad como algunas de estas características. Pero otras especies animales las comparten en mayor o menor medida. El misterio sigue sin resolverse.

En este debate me encantaron las recientes declaraciones del profesor de la Universidad de Jerusalén, Yuval Noah Harari, quien opina que en lo que realmente los seres humanos somos especiales es en nuestra exclusiva habilidad para cooperar de forma flexible en grandes números. Muchas otras especies cooperan, pero sólo los miembros de la especie homo son capaces de cooperar de forma flexible con un número indeterminado de extraños. Sugerente, ¿verdad?

Por mi parte, mezclando estas cosas de la paleoantropología con un razonamiento personal en absoluto científico, me atrevo a sugerir que lo que nos hace realmente humanos es la sensibilidad.

Quizás no la artística, pues otros homínidos es posible que inventaran el arte antes que nosotros, pero sí la que proviene de la misma alma. No de otra forma se entiende que un simple animal como yo sintiera aquella emoción, aquel vello erizado en la piel, cuando este pasado verano, en apenas cincuenta metros cuadrados de una misma sala del Museo Nacional de Addis Abeba, pudo ver casi pegadas las vitrinas que contenían los fósiles de cuatro de los diez o doce especímenes más importantes de la paleoantropología: el fósil del Hombre de Idaltu, uno de los primeros sapiens datado hace más de 100.000 años; los huesos de Ardi, una hembra de Ardipithecus ramidus con la venerable edad de 4,4 millones de años; el cráneo de Selam, el sobrenombre dado a una criatura afarensis de tres añitos; y, desde luego, la abuela de las abuelas, Lucy, el esqueleto fosilizado casi completo de una Australopithecus afarensis, de 3,2 millones de años de antigüedad. Ni más ni menos.