Dicen que mover muebles trae suerte y a mí, eso del cambio de mobiliario de un sitio a otro me gusta porque rompe la monotonía. Lo que más incómodo resulta es tener que recurrir a alguien para que eche mano del taladro y vaya colocando los elementos decorativos, pero por lo demás da la sensación de que se sanea el ambiente haciéndolo más creativo y dinámico. Quizá por eso me parezca que no es para tanto el hecho de trasladar un cuadro de un sitio a otro dentro del Palacio Consistorial de la tres veces milenaria, especialmente porque no habrán tenido problemas en lo del taladro, pero cada uno, qué duda cabe, puede detenerse, entender e interpretar lo que convenga.

En cuanto a la estilística de las obras de arte en cuestión, saltan a la vista más por grandilocuencia que por naturalidad, ya que el aspaventero tamaño recuerda aquello de ande o no ande. Desde un punto de vista estético y puramente físico, a los más inmovilistas les resultará atrevido que se haga mudanza con tan enormes obras de arte, pero no deja de ser una materia de decorado carente de importancia sustancial.

Si se riza el rizo, puede pensarse que el movimiento del cuadro fue un reclamo de atención para ganar popularidad (sin duda conseguida), un gesto simbólico, un tema de gustos o un desplante personal. Sea como sea, aún a pesar de lo insignificante del acto en sí, el caso es que ha despertado con o sin querer el sentido filosófico de la estética a la jerga de la Grecia clásica, llevándonos directamente a la reflexión sobre la belleza del obrar humano, esa que hizo al filósofo ateniense rechazar la oportunidad de huir para no contradecir el deber cívico, siendo consciente que le harían beber la cicuta.

No es de extrañar que con todo lo que se ha destapado en los últimos tiempos, el imaginario colectivo esté impregnado de recelo hacia actitudes proclives a la corrupción o claramente sospechosas. La larga lista de políticos imputados existente en España no puede obviamente pasar desapercibida a la ciudadanía, tampoco debe, aun respetándose el principio de presunción de inocencia.

En cualquier caso valga la ocasión para reflexionar sobre la ética; un ejercicio sano al que me gusta invitar a los alumnos haciéndoles ver que se trata de algo que no es ajeno a nadie, que tiene una clara aplicación práctica a la vida real en sus diversos aspectos y que es además extensible a toda profesión o hacer de los hombres en su cotidianeidad. Desde una perspectiva aristotélica, la práctica es precisamente la que va a permitir alcanzar la virtud, y en política es en el hacer diario donde se demuestra si se obra o no bien, una encomienda en la que el alcalde de Cartagena tiene la oportunidad de demostrar no solo sus gustos decorativosm que poca trascendencia poseen, sino su sentido de la moral que se irá viendo en la puesta en marcha de sus proyectos para el desarrollo de la ciudad.

La percepción del deber cívico se pondrá de manifiesto con el paso de los días, evidenciándose la coherencia con el lema de la campaña «gente decente» en el que miles de ciudadanos han confiado, por lo que se espera que a todos gobierne con la decencia y honradez que el tiempo ayudará a identificar.

Por cierto, una cosa, señor alcalde, quisiera yo saber y ya puestos a colación de este ingenuo asunto del cuadro, aprovecho para preguntar. Recuerdo la existencia de un retrato realizado por el pintor cartagenero Nicomedes Gómez al primer alcalde de la democracia de la ciudad portuaria, Enrique Escudero de Castro, pero ignoro su paradero, si está en la pinacoteca del Consistorio o en qué lugar y si se podría ver. Es una obligación moral mantener a buen recaudo y en estado de conservación el acervo artístico patrimonial de la ciudad.