a vida del ciberactivista moderno es una acumulación de cuentas. Obviamente no en Suiza: en herramientas virtuales. A los consabidos grupos de Whatsapp y Telegram, de correo y de Facebook (abiertos y secretos) se añaden las de Drive y Dropbox, Slack, Trello, Titanpad o Mumble, por citar solo unas cuantas.

Son sin duda herramientas fabulosas, capaces de conectar a personas y organizar sus aportaciones de cien maneras diferentes. No se puede entender sin esos espacios virtuales la pugna por la descentralización y democratización de las organizaciones políticas, y hacen posible (pero solo posible) la desjerarquización del debate y la toma de decisiones.

Pero también hay lados negativos. El más obvio es la barrera tecnológica que imponen: quien no se maneje con el dospuntocero no puede participar del todo. Y hay otros. La extrema facilidad con que construir espacios (abiertos o cerrados) parece fomentar la atomización de los mismos, y la existencia de tanto grupúsculo dificulta créanme, mucho su cooperación.

En el campo izquierdo (o 'antagonista', o 'del cambio', llámenlo como quieran), que tiende históricamente a la disgregación, a la división, las nuevas facilidades digitales para la construcción de muros reaccionan como el tocino y la obesidad. Muchas ágoras paralelas ya no son un ágora, que por definición ha de ser única. Los microconsensos no son un consenso. Las batallas entre átomos no tienen nada que ver con la lucha general, que por si aún no lo pilláis estamos perdiendo.

Para abundar en este tema recomiendo la lectura de Sociofobia, de César Rendueles, o La hipótesis cibernética, del colectivo Tiqqun. De momento, resumo en que el ciberactivismo multiplica espacios paralelos opacos, creados para coordinar movimientos interesados de ascua, que debilitan el consenso democrático necesario para garantizar la equidistancia de todas las sardinas. Por si se preguntan por qué es tan difícil ponerlas a nadar en el mismo sentido, igual ahí hay una pista, no sé.