A veces, detrás de un mostrador, escuchas fabulosas historias narradas de primera mano. Una señora de edad me cuenta como siendo una niña salvó de la destrucción la reliquia del dedo momificado de San Vicente Mártir durante los primeros días de la Guerra Civil. Acompañaba a su abuela por la plaza de la Iglesia, cuando vio a un miliciano ruso sacar el relicario de plata; tras arrancar el dedo de su interior y observarlo con cara de asco, dijo: «¿Esto qué es? ¿Un dátil podrido?» y, sin más contemplaciones, lo lanzó con desprecio al suelo. Fue entonces, cuando con sumo disimulo, la niña se acercó hasta la reliquia, la recogió y la echó en el bolsillo. Durante los tres años que duró la contienda, lo mantuvo escondido debajo del colchón de su cama; y cada noche, antes de dormirse, le rezaba un padre nuestro.