La felicidad viene siempre de una actitud: se consigue cuando aceptamos que las cosas son como son, que tenemos lo que tenemos, que la vida sigue su curso, a pesar de nuestra visión personal y de los variopintos avatares. Eso no quita el esfuerzo por la mutación, por el cambio, por la búsqueda de lo positivo. Cumplido el intento, incluso cuando tiene que ser reiterado, no podemos torturarnos por aquello que vemos cada día, o que sufrimos... Tampoco caigamos en su carácter inevitable.

Es cierto que, a menudo, la suerte no viene de cara. La desgracia busca, de vez en cuando, nuestro nombre, y hasta se ceba con nosotros. Al menos, eso es lo que parece. Nunca pensamos que, puestos a elegir, si pudiéramos, hay males mayores, claro. La perfección no existe, ni siquiera por accidente.

En ocasiones, nos torturamos con el deseo de que se manifieste en nuestras vidas. ¡Cuidado con lo que anhelamos!

El ser humano, que es ambicioso por naturaleza, no siempre calcula, no siempre calculamos, lo que conviene, lo que podría ser aceptablemente adecuado. No lo hacemos.

Queremos hasta el infinito, y, a veces, nos arruinamos el particular devenir con molestias sin un sentido níveo. Es lógico que nuestro ideal sea vivir como un sultán (así rezaba una canción), como un rico adinerado al que le sobra de todo y que de todo tiene. Sin embargo, hasta esto último es imposible. Todos no.

La jovialidad no es una cuestión de dinero, aunque ´la moneda´ ayude, evidentemente. El placer viene, inequívocamente, de sacar partido a lo que efectuamos en cada momento. En ciertas oportunidades nos metemos en enredos, en dudas, en deseos, en partidas de dominó que no podemos ganar, fundamentalmente porque nos ponemos el listón más y más alto. Es una locura. En nuestro mundo competencial no pensamos que lo más importante es ser una buena persona en todo instante, cada segundo: eso no tiene ´peso´, sobre todo no tiene peso económico.

Los ideales de antaño, esa moralidad que ahora se confunde con religión, se han quedado atrás, y por ello no nos comprendemos, en ciertas oportunidades, ni entre padres e hijos. La perspectiva de lealtad se pierde en el ocaso de una fantasía que ni siquiera se relata en los cuentos.

Afirmaba Quevedo que la mejor señal de que se es una buena persona es ´ni tener ni deber´. Algunos viven en esta contradicción, y, además, se quejan ante el psicólogo o el psiquiatra de que nadie les entiende, ni ellos mismos. La maldición de una conquista financiera excesiva (el defecto o la carencia de éxito también) trae más y más soledad, que es el mal endémico de nuestro tiempo. Los precios suben como locos, y las distancias entre el ´bien-estar´ y las posesiones nos invitan a una dinámica demente que nos atosiga sin que reflexionemos con claridad. No lo hacemos.

Caemos en la cuenta, de uvas a peras, sobre este despropósito, y nos decimos que vamos a cambiar, pero no lo hacemos. En el fondo somos como niños: queremos abundancia, al menos aparentemente, y no cejamos en este empeño inútil. Manuel Kant nos invitaba a una mejora interna con su «atrévete a pensar por tu cuenta», pero no lo hacemos. Somos unos auténticos majaderos que, como en el Retablo de las Maravillas de Cervantes, decimos lo que conviene decir, aunque veamos otra cosa. Mi adorada Bonnie Tyler resalta que «no es tan importante ser siempre número uno», sobre todo, añado yo, porque el coste es muy elevado, demasiado.

Nos cubrimos con sábanas de desconocimiento, de ignorancia atrevida, de modernidad mal entendida, y nos ponemos a desayunar un día y otro con la aceptación por montera. Parafraseando a Susan Sontag, es evidente que «tanto horror nos hace insensibles»: insensibles con los demás, con los hermanos, con los compañeros, con los padres, con el vecino... Queremos la plenitud histórica en esta etapa, y no entendemos que el devenir y su cosecha son siempre relativos, como apuntaba Einstein.

Todos querríamos ser verdaderos maestros, pero lo mejor es reconocer que cada oficio se debe ocupar de su especialidad. La sencillez y la pureza de las cosas son los mejores bastiones para afrontar la vida ligeros de equipaje, que diría el poeta. Lo malo es que la tentación, como en la película, vive arriba, o, quizá, en todas partes. La renuncia a la prisa y a la conquista del usar y tirar ha de figurar en el frontispicio de nuestras existencias. La frustración viene de mucho ansiar. Nuestra enfermedad procede de que lo queremos todo, y, frecuentemente, olvidamos que todo se queda aquí.