¿Quién debe decidir quién tiene derecho a una muerte digna en casos de enfermedad terminal e irreversible? ¿El enfermo? ¿La familia del enfermo? ¿El médico? ¿La administración sanitaria? ¿Un comité ético? Una respuesta fácil y directa sería decir que el enfermo primero, y si no está en condiciones de hacerlo debido a su dolencia y no ha hecho testamento vital, la familia. Lo que ya no tengo tan claro es que sea el médico -quien en cualquier caso sólo puede dar su opinión sobre si el paciente tiene una enfermedad irreversible, es decir, sin posibilidades de recuperarse-; y mucho menos la administración sanitaria o un comité ético hospitalario, que anteponga su ética a los deseos del enfermo y a la obstinada realidad: una muerte segura. Hemos conocido el caso de una niña gallega de 12 años, Andrea, con una enfermedad degenerativa, terminal e irreversible. Sus padres, para evitarle la agonía final, pidieron al hospital que no alargara artificialmente la vida de la menor. No han tenido suerte, y los facultativos alegan para negarse que ellos siguen las recomendaciones terapeúticas recogidas en un acto judicial previo. Ahora, piden al juez que vuelva a decidir. Mientras, la niña y la familia sufriendo.