e cuenta del arconte y estratego ateniense Arístides que era tan probo, honrado y eficiente en el cumplimiento de su labor que se ganó el sobrenombre de ´el justo´ entre sus conciudadanos. Sin embargo, un rifirrafe político con su colega Temístocles condujo a que éste solicitase el ostracismo para él. Durante la celebración de la preceptiva asamblea de ciudadanos que debía votar para aceptar o rechazar su destierro, un campesino se le acercó y le pidió que escribiese por él su nombre en el ostracon (pieza cerámica que se utilizaba para esos propósitos). Sin identificarse, Arístides le preguntó si le conocía, lo que el campesino negó; insistiendo en el asunto, le preguntó si le había causado algún perjuicio en el ejercicio de su cargo, lo que volvió a ser negado por aquél. Entonces le preguntó directamente por qué quería condenarlo al ostracismo, a lo que el campesino respondió: «Porque estoy cansado de que le llamen el justo». Sin inmutarse, Arístides escribió su propio nombre en el ostracon y, finalmente, fue condenado a abandonar Atenas, a la que regresó al cabo de dos años, por una amnistía, para jugar un papel destacado en la batalla de Salamina.

Viene esto a cuento de la sensación que me produjo ver la cara de Esperanza Aguirre y oir el famoso «¡Qué hostia!» de Rita Barberá (impagables sus proezas verbales para el lenguaje popular) al conocer los resultados de las elecciones municipales que acabarían con sus aspiraciones. Ambos, cara y exabrupto, expresaban incredulidad, estupefacción, incomprensión€ Venían a decir: ¿Cómo es posible que me hayan abandonado mis votantes?». Y quizás la respuesta esté en el campesino de la historia de Arístides. Uno puede jugar con el dinero público, hacer una deficiente (cuando no éticamente dudosa) gestión, adoptar actitudes chulescas, altaneras, prepotentes y despreciativas, en clave populista, y seguir obteniendo el apoyo de una ciudadanía tristemente desinformada y ayuna de educación a base de mostrarse cercano, conectar con la gente, hacer chistes y gracietas y caer bien, en suma.

Pero llega un momento en que hace algo, aparentemente nimio en el global de su andadura (no pagar una multa, huir de un guardia, resultar chabacano „¡ay!, el caloret„, aceptar trajes o un bolso de lujo, celebrar sus latrocinios en un yate con champán, pagar los clubes de alterne con la tarjeta black€) que produce en el ciudadano un ¡hasta aquí hemos llegado! y lo que era una cierta admiración por lo listo que es el menda para llevárselo crudo (ya sabemos, autoridad que no abusa, pierde prestigio) o, incluso, adhesión sincera a un programa de partido, se troca en indignación y hartazgo. Y si ese hecho banal es algo con lo que el votante se puede enfrentar en su vida cotidiana (una multa, por ejemplo) entonces la sensación de estar siendo burlado y escarnecido puede sustituir a la admiración previa, y eso sí que no: de un español de a pie no se ríe nadie.

Pérez Reverte lo describe muy bien cuando narra la negociación entre Daoiz y el coronel francés que asediaba Monteleón el día 2 de mayo, con los cañones españoles apuntando en horizontal al contingente gabacho formado enfrente, con bandera blanca, entre idas y venidas de órdenes y emisarios, cuando uno de los madrileños que había acudido a defender el Parque, sentado tranquilamente y probablemente pensando «llevo aquí toda la mañana, bien jodido, y ahora éstos se van a chocar las manos y aquí no ha pasado nada», harto de rendibuses y pleitesías, se levanta, empuja al oficial francés y, al grito de «¡carajo, viva Fernando VII!»consigue que un artillero excitado aplique el botafuego al cañón, provocando la escabechina que dio lugar a la que Goya inmortalizó después.

Ésa y no otra es la explicación de la repentina desafección a las lideresas y harían mal en olvidarlo sus colegas de profesión. La verdadera habilidad de un político, aquella que le hará perdurar en la profesión, es saber detectar cuándo se le va a tocar los cojones a un español. Y no hacerlo nunca.