La historia de hoy no es una de mis habituales reflexiones sobre la dulzura de costumbres o la amabilidad de la vida en mi retiro caribeño. Muy al contrario, hoy me gustaría denunciar un caso real: el abuso al que en Colombia son sometidos los pobres entre los pobres y, especialmente, el atropello que sufren los habitantes de la Isla de Cocoliso (Islas del Rosario, Cartagena de Indias) por parte de algunos de los hoteles que en ella se ubican.

Sirvan estas líneas para que mis lectores españoles, que, como buenos españoles, no paran de quejarse de qué mal están las cosas por la patria, sepan cómo se vive fuera de nuestras fronteras y, desde ese conocimiento, puedan opinar con perspectiva.

Cocoliso es una pequeña isla de no más de unos pocos kilómetros de perímetro situada a unas dos horas en barquito de Cartagena. Dentro del diminuto y muy turístico archipiélago de Islas del Rosario, Cocoliso es el prototipo de isla caribeña que vive por y para los turistas: hoteles a pie de playa, todo incluido, paisajes paradisiacos, una población de unos pocos cientos de locales dedicada a trabajar en la industria del descanso ajeno€

Hasta ahí todo bien. El problema ya viene cuando se rasca la superficie y se entra en, lo que podríamos llamar, las cloacas del modelo. Y estas no son otras que las endémicas desigualdades sociales latinoamericanas. Tan crueles, tan hijas de la estructura social que los españoles les dejamos a los americanos y tan sumamente marcadas en algunos países como Colombia. Estas desigualdades llevan a que en la ciudad en la que yo vivo haya barrios como el mío donde se ven mejores coches que en España y barrios donde nadie sensato se atrevería a entrar. Y llevan a que en Cocoliso los hoteles se hayan literalmente comido algunas playas y traten de hacer suyas, de privatizar como coloquialmente se dice, otras que no lo son pues, en Colombia, como en España, las playas son dominio público y cualquiera tiene acceso a ellas.

Así, sucedió que en un establecimiento hotelero a un grupo de amigos y a mí, que explorábamos la isla de manos de un guía local, nos trataron de impedir usar la arena y el mar a menos que consumiéramos sus productos. Imaginen la discusión. Mis amigos y yo diciendo que si la playa es pública por qué no podíamos usarla sin necesidad de pagar nada. Y los dueños del local (simpático grupo de personas, ninguna de ellas nativa de Cocoliso) argumentando que dado que ellos lo usan, ellos lo explotan y que si queríamos bañarnos nos tocaba pagar. Tras intercambio de palabras y evitando la confrontación decidimos irnos. Este que les escribe (que ya ha dejado en su trayectoria vital alguna que otra muestra de que es cabezón y cerril como pocos) se paró a medio camino de vuelta y, apelando a gónadas que no viene aquí al caso citar (puesto que a la ley no había servido de mucho apelar), decidió que se volvía a la playa y que se iba a bañar cayese quien cayese.

Volvimos. Nos bañamos (casi más como manifiesto político, que como verdadero acto vacacional) y nos fuimos. Agotados ante nuestra insistencia o sabedores que a unos pobres locales se les puede denigrar, pero a un grupo de españoles blancos (y no destaco la raza por casualidad) no es tan sencillo, los usurpadores del suelo público colombiano optaron en esta segunda ocasión por no hacer nada.

De vuelta nos encontramos con nuestro guía, al que llamaremos Pancho, que nos explicó que a los nativos de la isla los tienen acorralados. Los hoteles ocupan tierras, se hacen de facto los dueños de las playas, explotan la isla y no se preocupan en nada por el bienestar de sus habitantes tradicionales, los cuales han optado por no votar ninguno de ellos en las próximas elecciones locales como protesta por una situación en la que a unos se les regalan, en la práctica, propiedades públicas, mientras que a ellos no se les da ni suministro de agua potable, pues no tienen y la han de comprar en garrafas a precios astronómicos.

Así que ya saben. En el paraíso también se roba a los pobres. Los ricos se apropian de las tierras de todos y los turistas se rebozan en la arena, cuales alegres y despreocupados cochinos en lodazal, sin saber que a su lado hay gente que, literalmente, no tiene ni qué beber, ni qué comer.

¿Y los políticos qué hacen ante esta situación? Pues básicamente lo mismo que sus equivalentes españoles: nada. Perdón, algo sí que hacen. Seguro que todos ustedes se lo imaginan. Así que no es necesario escribirlo.

De vuelta de Cocoliso en el barquito que nos devolvió a Cartagena, bajo el calor tropical, con el sol de las cinco de la tarde reflejándose en el mar a mi lado, no paraba de pensar que jamás volvería a aquella isla. No por los indeseables que pretendían apropiarse de las playas. Tampoco por la vergüenza y repulsa que me produce formar parte de un sistema que se basa en la depredación y la desigualdad. No, por nada de eso. No volvería porque le pedí un coco a Pancho. Y Pancho me lo ofreció para que bebiera de él abriéndolo con su machete. Su largo, ancho y afilado machete. Su machete que tan bien manejaba y que abrió el coco de un solo golpe seco.

El machete que los pobres siempre tienen y que los ricos acostumbran a i